Martes, 14 de mayo de 2013 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Ayer, como buen hombre comprometido, me levanté odiando al capitalismo. Anduve medio zombi todo el día. Compartí esta idea en las redes, donde cualquier pensamiento, por salame que sea, tendrá seguidores, pero no me sentí mejor. Eso sí, casi todos mi amigos, la mayoría desconocidos, me dieron la razón. Sabrán de lo que hablo si digo que me aquejaba esa sensación de querer rajarme a una isla desierta a comenzar de nuevo, cual Robinson Crusoe, olvidando traiciones, imbecilidades y cierto tufillo a país ingrato.
A la noche escuché a Julian Velard en mi MP3, surfeé páginas porno gratuitas en mi PC All in One, me tomé dos tragos del Johnnie Walker que me trajo Papá Noel, y odiar el capitalismo me pareció odiar el aire mismo. Después de todo el capitalismo nos permite ser la basura que somos. Mejor dicho, el capitalismo nos permite ser lo que somos como civilización, incluidas bajezas y algunos méritos. Compartí este pensamiento, completamente opuesto al de la mañana, en las redes, y batí el récord de puteadas.
Creo que cierta subespecie de hombre de esta época (el que desea sonar políticamente correcto), ha descubierto que una personalidad ya no es inevitablemente producto de los sobresaltos de la niñez ni de la identificación sexual, sino que también cuenta una religión urbana formada por leyes menores: no bromear sobre el género femenino, cuidarse de llamar judío a un judío o negro a un negro; y hablar mal de la televisión y del capitalismo.
La mayoría de los que se despachan contra el capitalismo con la misma precisión científica con la que odian a su suegra, deberían recordar que a rey muerto, rey puesto. Y sabemos qué rey queremos matar, pero no cómo remplazarlo. La opción comunismo a la rusa desapareció en los alcantarillas de la historia. Y el comunismo a la china no vale ni tenerlo en cuenta porque es comunismo capitalista; para entenderlo habría que ser chino, y eso es más difícil que amar el capitalismo y a la suegra juntos.
Yo diría que somos el resultado mismo del capitalismo; sus creaciones. Criticar el capitalismo es criticar el mundo tal cual se lo conoce. El único que se conoce. Lo que nos rodea, los hábitos en los que estamos sumergidos son productos del capitalismo que nos acompaña de día, y de noche se traslada a nuestra cama. En la cama usaremos Viagra, preservativos o adminículos recreativos según marcas y hábitos que el capitalismo dicta. Hasta la marca del whisky del estribo cuenta, tanto que si alguien se levanta a una señorita de fojas importantes, y luego se despacha saboreando un Criadores al grito de "qué bueno", será abandonado por el franelita que le cuida el auto.
Si el capitalismo no existiera, la ansiedad por progresar en la vida (a veces superior a nuestra propia capacidad), se vería vaciada o inexistente. Gracias al capitalismo tenemos sueños: casa en un country, auto grande como un plato volador, ropa de calidad. Incluso diría que nos levantamos a la mañana para perseguir esos sueños capitalistas. El capitalismo nos permite la sobreactuación nuestra de cada día, sentirnos un Robin Hood de la Pampa, excitados en nuestro estado de hipercomunicados, opinando en las redes sobre gatos, ballenas, presos en países lejanos o los sometidos de siempre. Sí, es verdad que el capitalismo depreda y contamina. Pero también inventa las carreras y los ministerios de antidepredar y anticontaminar para que haya más trabajo y mucha gente se crea importante. Porque el capitalismo alimenta nuestra autoestima.
Quizá uno de los errores de capitalismo es no alertar sobre los muertos de hambre de cada acción del capital, igual a como se calculan los muertos cuando se planifica una guerra o invasión. Si no lo hace es porque la mayoría de nosotros no queremos saberlo; porque los que mueren primero en las guerras del capital son los negros, los pobres, los que no se avivan rápido, los que no tuvieran una buena educación, los que nacieron con los pies en la mierda. El capitalismo nos permite creernos del bando de los vencedores.
Y el capitalismo da revancha. Nos permite reírnos de la desgracia ajena. Qué otra posibilidad tendríamos de burlarnos de los gallegos y de sus problemas tercermundistas actuales, nacidos de sus pretensiones de cagar más alto que el culo, de no haber permitido que ellos nos colonizaron a puro golpe de espada y capitalismo larval. Sin esa historia previa, no tendría gracia que luego clavaran las guampas en el suelo. ¿Y quién no se relame cuando se habla de los problemas de EEUU? El capitalismo es generoso. Y nos estimula a sacarnos la mufa pateando al que está en el suelo.
El capitalismo nos permite también hastiarnos del capitalismo, soñar con huir de él y hasta nos deja creer que es posible. Robinson Crusoe naufragó (igual a nosotros como civilización, dirán los entusiastas que nunca faltan) y llegó a una isla desierta. Allí, aburrido de no tener casi nada, volvió a recrear un mundo. Lógicamente, recreó un mundo semejante al que había abandonado. El mundo que había abandonado Robinson era el del capitalismo naciente un siglo y medio antes, en la Ginebra calvinista.
Max Weber dice en "La ética protestante y el espíritu del capitalismo" que la fe católica consideraba un pecado el enriquecimiento personal; los calvinistas no se enfrentaban a estos dilemas. Como no gastaban su dinero en vestidos lujosos y nunca celebraban festicholas (de vinagres que eran), fueron los primeros ricos de la historia. E invirtieron el capital en colegios, universidades, tecnología, fueron claves en la industrialización de los siglos XVIII y XIX y por qué no en la aparición de las multinacionales del siglo XX. Luego vendrían otras cosas, entre ellas el cine, la televisión, el mercado editorial e internet, negocios (acción del capital) capaces de vender espejitos de colores adonde haya un humano que desea comprarlos. Cuando hubo más espejitos que clientes, inventaron la globalización. Próximamente, mes de ofertas en Marte.
Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, era puritano, un heredero de la tradición calvinista. Por eso Robinson Crusoe recrea en la isla el mundo sujeto a las leyes capitalistas, las que conoce, las que le generan confianza. Vázquez Montalbán hace una lectura marxista de la novela en "Robinson y el capitalismo salvaje". Allí vemos como, detrás de la aventura de Robinson, hay gestión de recursos y toma de decisiones (economía); relación entre pueblos y religiones (antropología); en fin: una lectura religiosa, filosófica y sociológica en clave capitalista. Por último, hay una lectura geopolítica del intento de gobernar la isla ante las incursiones de los pocos hospitalarios habitantes naturales de la región.
Yo agrego: como único hombre (blanco, el que cuenta; los otros eran esclavos o siervos) de la isla, Robinson se erige funcionario y ciudadano, sacerdote y feligrés, cocinero y comensal. Es el que oferta y el que demanda. Todo en uno. Un verdadero self made man avant la lettre, un hombre hecho a sí mismo antes de que eso fuera creado. Un entrepreneur. Un ejecutivo. El dueño de la materia prima y el brazo ejecutor de la plusvalía. Productor, intermediario, vendedor y comprador; un hombre que deja atrás el capitalismo y a la primera ocasión lo vuelve a crear. Es lógico: ¿qué mundo crearíamos nosotros si tuviéramos el poder de hacerlo? ¿El mundo de la buena onda, paz y amor donde todos, negro, pobres y cojos seríamos iguales? ¿O nos nombraríamos rey de la isla, nos apartaríamos a las negras más pulposas y recomenzaríamos la historia?
Quizá el gran negocio del hombre contemporáneo fue que el capitalismo existiera y luego abogar por su desaparición. Porque es cool, ¿viste? De esa forma se garantiza un mundo lleno de lucecitas de colores y de gangnam style, lo que aún en sus ruinas significa diversión y temas de conversación. Y aquellos que hablan de dejarlo atrás quizá vayan a su encuentro, como Robinson. Por ahí la isla desierta existe. Está en un archipiélago lejano, hundida en frío polar o en calor inhumano, poco importa. Allí, la soledad nos espera con el desafío de tratar de que dejemos de ser lo que somos e inventemos lo que queremos ser. ¿Y qué queremos ser?
El desafío está a la altura del talento que creemos poseer. Ese talento es producto del capitalismo del que intentamos huir, pero no importa. La tarea nos engrandece como humanos. Hora de ponerse el sombrerito de Piluso, embadurnarse de la mejor crema protectora que exista en el mercado (capitalista), agarrar un saquito por las dudas, y saltar al vacío. Ustedes hagan lo que quieran, yo voy a hacer la prueba. Me llevo mi botella de Johnnie Walker, mi guitarra criolla, el ajedrez y la Remington tracción a sangre. Luego veré. Luego vean ustedes lo que les conviene. No se olviden de Robinson Crusoe. O traten de olvidarlo. Porque tampoco es cuestión de desechar el capitalismo para irnos a la isla y luego recrear... el capitalismo.
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