Jueves, 16 de mayo de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
A Raúl Rodini
Los días de junio amanecían, sin excepción, lluviosos. En sucesivos días los campos y las calles, se volverían un lodazal intransitable.
Los temporales de ese tiempo tenían un principio húmedo, pleno de bichos anunciando la tormenta, pero al empezar los chaparrones que formaban una cortina densa de agua, uno no sabía cuándo tendría su fin.
En esos días, la gente hacía lo posible para no salir a la calle, pero como la vida debía seguir, pese a las inclemencias del tiempo, no era raro observar el movimiento de carruajes o carros o sulkys produciendo grandes huellones en las calles inevitablemente de tierra por entonces.
Si bien ese movimiento bullente en los días soleados, menguaba un poco, no se suspendía la densa actividad comercial y todo se terminaba haciendo, de todos modos.
La tarea escolar se atenuaba hasta la ausencia por falta de alumnos. Y a mí, que siempre me gustaba ir a la escuela, ese día era presencia casi única que hacia sonreír a las maestras que estaban de tertulia en la dirección tomando mates y comiendo bizcochitos, y sin dejar de conversar me invitaban con uno, no sin antes comentar entre ellas: -Ay, este niño quiere ser como Sarmiento y tener la asistencia perfecta.
Pero al poco tiempo, si amainaba la lluvia me palmeaban y me mandaban a mi casa.
-Si mañana llueve así no vengas, Isaías --me recomendaban no sin cierta ironía.
Y yo, sacándome las alpargatas, iniciaba el regreso por las veredas casi todas de tierra, mirando cómo las gotas lentísimas, que colgaban de los tejidos caían de a una sin producir ningún ruido, en el espeso barro que la esperaba abajo, mientras un coro de sapos y ranas croaba a destiempo trizando la densidad de ese gris que caía sobre las casas, los árboles, los animales y los humanos que salían al temporal con sus botas, sus capas, sus pilotos, o alguna bolsa de arpillera como capote, entre los más pobres, para cubrirse como podían de la lluvia.
Queda todavía en mi casa paterna, a la entrada medio disco de acero clavado en el suelo para quitarse la parte más gruesa del barro que se adhería a las botas, para no entrar a la casa y dejar un chiquero, como decía mi madre, quien exigía que nos la quitáramos antes de entrar a la casa. Una costumbre muy arraigada entre las amas de casa de ese tiempo, con toda razón por otra parte.
Al escampe, no era raro que el sol brillara sobre las cosas como si las pintara a lo nuevo como era casi una seguridad que al limpiar, como se decía, es decir en ese corrimiento de nubes para dejar al sol en su plenitud, un vientito sureño deshiciera las gotitas solitarias sobre las hojas y la parca gramilla, ayudaba también a que las calles se oreaban y secaran más rápido, aunque quedaran esos surcos hondos de recuerdo, esas huellas inmensas que eran las marcas muy visibles de esas grandes ruedas de hierro que cruzaran a lo largo y a lo ancho del pueblo que por varios días fuera tan triste, y que no difería de un gran pollo mojado.
Entonces, nos parecía ver que todo ese brillo que enseñoreaba en todas las cosas estaba producido por un parto del mismo universo.
Un parto al que asistíamos con nuestras inocentes cabecitas que sólo nos incitaba a aprovechar las correntadas rápidas de las zanjas y los canales donde hacíamos bogar en forma de competitiva carrera nuestros barquitos improvisados con cualquier objeto que flotara: maderas, palos y hasta latas de anchoas vacías.
Y al atardecer, cuando ya los caminos y las calles toleraban la palabra que aproximara un dejo de actividad un poco más normal, todo era como si pusiera una película a funcionar.
En ese marco, en ese atardecer en que el sol rodaba entre los pastos que aún no estaban del todo secos, no era raro ver a una pareja de viejecitos, muy simpáticos, salir de su casa vecina a la antigua cremería, en el inicio del camino al pueblo de Gödeken. Iban sonrientes, saludando a todo el mundo, montados en una amansadora, que era un vehículo muy parecido al sulky, sólo con las varas largas y precisamente se usaba para acostumbrar a los caballos. Para tirar este vehículo como era usual que al principio pateara, no era cuestión que rompiera el pescante y aún peligrara la vida de los ocupantes. Se sometía al animal a una fase de ablandamiento, con esta ingeniosa variante. Como las varas eran el doble que las comunes, podría dar todas las patadas que quisiera, y se podría neutralizar con el manejo firme de las riendas. Una vez amansado el caballo, se lo pasaba al pacífico y popular sulky.
Nunca supe por qué don Vicente Divias, tal el nombre y apellido del dueño de la amansadora, andaba en este vehículo. Tal vez, conjeturo, fue una rémora de su trabajo, una actividad de amansador que tuvo en su juventud. No sé. A este hombre se lo conocía por don Pascualotti, porque una vez entró a un boliche y se encontró a un amigo tirado en el piso producido por un golpe de puño, como averiguó, se agachó y le preguntó:
-¿Cumpá Pascualotti, quien te pegó?
Le quedó el sobrenombre que desplazó largamente a su nombre civil.
Yo, anecdóticamente, conocí después de mucho su filiación.
Iba don Vicente, con su bigote bien blanco, estilo manubrio, hacia arriba, esos bigotes que cuidaba tanto que se ponía un aparatito al dormir y mantenerlos enhiestos. Era breve, delgado, enjuto, embutido con su ropa de inmigrante y su sombrero negro y de alas grandes, repartiendo sonrisas y saludos. Era la cara visible de la felicidad .Y una pinta de abuelo buenísimo que inspiraba ternura. A su lado iba la esposa, de vestido oscuro, sonriente y silenciosa, saludando más discretamente.
Las varas de la amansadora de don Divias, más conocido por Pascualotti, cruzaron los crepúsculos más hermosos de mi pueblo que permanece como una mariposa suspendida en mi memoria.
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