Domingo, 19 de mayo de 2013 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Era la hora de una tarde y la tarde y ella eran propicias, ya que el solsticio elevaba su verano y el Nilo desbordaba su caudal para el regocijo de los fellaheen que trabajaban en los campos. De a ratos, entonaban una canción que lleva miles de años, una canción que yo trataba de comprender mientras transcribía los versos con que Iknaton saluda al único y nuevo Dios, que a partir de su conjuro llegaba a ser el unánime señor del amor, el sublime curador que crea al niño en la mujer y une a todo el Egipto. Todo parecía renacer al par que las antiguas divinidades múltiples eran abolidas y Athon despuntaba en las mañanas con todo el esplendor de su poder. Y fue en ese tiempo, cuando el tiempo se hizo sumiso, en que ella descendió imprevistamente de la falena que la conducía y comenzó a conversar con las mujeres que se arrodillaban ante ella. De repente me miró, nos miramos y yo sentí el escozor que supongo sintió el primer escriba al escribir la primera letra la seguí mezclado entre los hombres que se acercaban. Su voz era muy dulce y se dirigió a la muchedumbre con palabras que trataban de apaciguar el oprobio del calor y la opresión del trabajo, pero en seguida los sacerdotes aparecieron y ceremoniosamente la condujeron al templo donde dieron lugar a las nuevas plegarias: ¡Bello es tu amanecer en el horizonte, viviente Atón, principio de la vida, que al levantarte, llenas todo el país con tu hermosura! Yo celebraba la nueva religión que anteponía el uno a lo múltiple y sin percatarme, al influjo de su orden me sentí abrazado con un sentimiento hasta entonces desconocido.
Cuando nos presentaron, ella me preguntó si podía revisar unos papiros en demótico, sobre los cuales venía trabajando. Eran de sus ancestros y de su linaje. Como suele suceder, en alguna pausa del trabajo, yo le recité una poesía para intensificar el pretexto que permitió una progresiva intimidad, inicialmente intuida y rápidamente confirmada. Ella me dijo: "Yo soy mi padre" y yo pensé que refería a un llamado paterno con que intentaba dotarse de algo divino, si bien alentaba un costado extraño, que desestimé cuando nuestros sentidos crepitaron al influjo del fuego.
A veces pareciese que el mundo tiene su curso trazado y el hombre su destino, sobre el cual nuestra voluntad no hace mella y si bien yo adecuaba mi vida al orden exterior, para convertirla en una apariencia insignificante, que guarecía mi intimidad, ante el hechizo que despertó en mí su mirada o algo, que no pude ni podría definir, no logré contrarrestar el designio de lo innombrable que me arrasó. Entonces, nos encontramos varias veces y no pasó mucho para que ella se descubriese en todo su esplendor, más allá del espejismo, pero sumamente concentrada en su propio cuerpo hasta el punto de conocer el éxtasis redoblado, que comenzó siendo de los dos, el suyo murmurado en el asombro femenino de sus labios libres y el mío que se acomodaba a un nuevo saber de mi cuerpo que yo creía expresar en mi mirada. Por supuesto, nuestras diferencias atenuadas por el arrebato inescrutable del único, persistían más allá del encuentro con el hilillo de zozobra que corría en mi certeza de que todo era demasiado. Y esa zozobra sustancial del acontecer y del saber que surgía en la vecindad de lo corporal, intacto aún en lo perdido pero, anhelante de momentánea eternidad, parecía expandirse en la sucesión de los días y las noches, de la respiración y el aliento que inscribe en el espasmo, una verdad insoslayable. Todo esto que me ocurría allí, toda esta fidelidad a mi mismo que se deslizaba transparente y sin fisuras, admitía la cualidad donde yo había encontrado mi subterfugio y mi condición, destinados como un don provisto por Atón para rediseñar nuestros rostros en mi tenue y vacilante escritura. Al fin de cuentas, me dije, la vida íntima es un borrador donde escribimos nuestros deseos irrealizables y el mío, desde el primer momento, era no ser para ella una futura imagen del recuerdo, sino que cada vez, fuese siempre como la primeraà Casi caigo preso del asombro cuando una tarde, inesperada en la ansiedad de la espera, me dijo en un susurro, He vuelto para disfrutar tu poesía. Por un momento tuve el absurdo convencimiento de que proveníamos de los astros, superando los fractales y los cristales del tiempo, para pulsar desde el origen, el misterio de lo múltiple en la nueva unidad. Estúpidamente dije: has debido caminar mucho para llegar hasta aquí tal vez nuestro destino está unido desde el principioà Sólo sé que hoy anhelo reposar a tu sombra, me respondió Ese día, supe que ella era mi patria, mi sombra, mi tiempo y mi mejor manuscrito Aldebarán brilló más que nunca en el firmamento y yo recé mi acostumbrada plegaria a Dyehuty con lágrimas en los ojos y extendí el temblor de mis manos que se juntaron a las suyas como si obedeciesen a una orden emanada desde el principio de los tiempos y, durante un tiempo, el efímero con que suelen entenderse los encuentros humanos, yo, Sethy, hijo de Useramon, al que llamaban User, chaty del faraón, fui feliz.
Por supuesto, todo lo que alcanza una cúspide desborda en su caída; poco a poco, ella se fue reintegrando a su orden, presa en el compromiso atávico que reprimía la sublevación de su sangre. Después de cada encuentro, sus lágrimas afloraban en la escisión de sus días y el reclamo de su Ka que pernoctaba en la oscuridad de sus sueños. Yo tardé en comprenderlo, tardé en comprender que ella necesitaba más y que en cualquier caso, no era yo precisamente el que podía responder a su privilegio. Para mí, el milagro del agua, la elaboración del pan, la carne caliente servida en el plato, todo eso que los pintores y escultores representaban en las pirámides junto a los nombres que muchas veces me encargaron de inscribir, eran más que suficientes, pero no para ella. Cuando invocó las razones que la convocaban, no fue convincente y para incremento de mi mal debí rendirme antes las circunstancias que empeoraban. La hostilidad de las fronteras tornaba inestable el reinado de Akhenaton y mi amado país peligraba ante la amenaza de las naciones que se fortalecían con nuevos inventos. Hoy no sé si sentí el deber de sumarme a los ejércitos comandados por Horemheb, o sólo fue una forma de adelantarme a la inevitable y cruel despedida, al adiós definitivo que ella propiciaba y que traté de aceptar con serenidad aparente. Aléjate, dijo, estoy atada a mi pasado. Tú en cambio perteneces al futuro, pero en mi interior una voz murmuraba: Quédateà. Tú eres mi regreso. Todo fue inútil, los meses posteriores se multiplicaron en una guerra despiadada y al cabo de incontables jornadas regresamos a Tebas cargados con los despojos y la gloria despreciable que otorga la matanza de hombres. Como era de esperar, hubo festejos y desfiles ceremoniosos y hasta el faraón apareció con toda la grandeza de su cortejo, donde ella deslumbraba expandiendo a su paso la emanación de la luz. Momentáneamente nuestras miradas se encontraron y sus labios esbozaron una leve y casi imperceptible sonrisa, que quise imaginar como un beso. Era la hora más tenue de la tarde y supe que esa imagen, suavemente acariciada por Atón, sería la última. Inicialmente traté de refugiarme en la poesía, pero pocos meses más tarde moría Akenatón y las viejas deidades fueron restituidas. Todo el mundo teme al tiempo, dice un viejo proverbio tal vez porque todo lo toma con calma. Lo cierto es que mi mundo rápidamente se derrumbaba y yo debía defenderme de una nueva nostalgia. Decidí alejarme de la ciudad y vagar por la tumultuosa extensión de la tierra. Recorrí innumerables regiones y cambiantes imperios, escuché mínimas historias en diferentes lenguas, recordando cada tanto, en la espesura misteriosa de la noche y al desamparo mortal de sus estrellas, lo que había olvidado en el deseo de mis sueños y que ahora colmaba mi escritura, ya que al regreso, sintiendo algo que no cesa de inscribirse, grabé nuestros nombres en la mastaba escalonada de Imhotep, puesto que yo sólo era un escriba y ella, la reina egipcia.
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