Lunes, 20 de mayo de 2013 | Hoy
Por Gustavo Varela y Paul Citraro
Cuando me preguntan cómo pude, les digo que fue fácil, que salió bien. Aunque a veces haya llovido mucho y él y yo nos hayamos mojado enteros, cada uno en un lugar distinto. Lo vi en el Germinal en el '38. No, no lo vi. Iba caminando con mi abuela y escuché de afuera a la orquesta. Me quedé parada ahí; me quedé sin ver. ¿A dónde estás?, me preguntó mi abuela en griego y me metió adentro de un empujón. Al rato, el gordo venía a la mesa. Yo vi las bombitas en la araña del techo y le vi la sombra antes de sentarse. Era tan amplia como él. Vos sos de la isla de Rodhes, no te olvides nunca: ¿qué te va a decir una sombra que ya no haya dicho el poeta?, me dijo mi abuela cuando él se fue para seguir tocando. Lo elegí a él y todo lo que venía con él. Mi abuela decía que el dios Helios era de la isla. Helios es el sol. A mi abuela le gustaban esas historias. Me dijo que por eso en Rodhes casi no hay sombras. Salvo a la noche.
Yo al gordo Troilo lo conocí de noche. Lo que sucede en la noche: desborde, risa, exageración multiplicada. Yo soy griega, sí, un dios para cada cosa. El mío era el gordo. A marcha lenta, sentado en un altillo, dos metros por uno ochenta. Una extensión prensada como la horma de sus zapatos. Pegado a él, la mesita de roble. Respira profundo, se toca la frente y entonces el sueño se desplaza tres centímetros al norte. Y en el sueño va él entero, Troilo todo junto; contra la sensatez, para disolverse y ser él. Solo me muevo siguiendo las huellas, me dice una vez. Las mías que son las que dejó mi vieja en el lomo; la casa, el patio, los malvones. Y los pibes esos. ¿Cuáles gordo? Esos de la calle Cabrera, que si los ves bien de cerca tienen la mirada larga, como de viejos. Y son nada más que unos pibes. Cuando dice todo eso, lo dice como rumiando.
El gordo tenía eso, de hablar al viento. Porque no era nada más que el bandoneón. Era todo más grande. Un día me dijo: yo no soy diente, soy encía. Yo le gritaba para que no regale la guita y él me responde eso. ¿Quién te entiende Aníbal? Me fui a la cocina y cuando vi las papas y el matambre todo me pareció una estupidez. Volví y lo abracé. Había que empezar de nuevo. Yo le decía que no regale la guita, que los autos se mueven con nafta. Yo no manejo, Mamina, qué me decís. A mí me gusta caminar, pararme para hablar con el pibe de las verduras, con el mozo. Si el porvenir está nada más que a un metro.
Fue eso lo que me dijo una noche en el Tropezón. Estábamos en una mesa larga. Al lado de él había un tipo que yo no conocía. Vi que el gordo se metía la mano en el bolsillo del pantalón y se le caía la guita. El tipo de al lado se agachaba y se la guardaba sin decirle nada. En un momento el tipo va al baño. Aníbal, se te cae la plata al piso y ese crápula se la guarda. Está en la palmera, me dijo. No me animo a ofrecerle plata porque no me la va a aceptar. Me da vergüenza. Por eso la tiro, para que él la agarre. Acá cerquita, a un metro, a donde tiene el porvenir, ¿me entendés?
El gordo desbordaba de todo, el whisky, el escolaso, el bandoneón y yo. El Gato tenía razón. No sabés cuánto lo quería Piazzolla al gordo. Lo multiplicó por cuatro y me puso a mí. El Gato gatillando era un pistolero. Cada vez que tocaba te hacía arrodillar y te velaba tibio, como algunas despechadas.
Pichuco calentaba la jaula y se largaba crudo y a paso lerdo. Suspensión y suspenso. A veces había que empujarlo; se quedaba quieto en la silla y parecía dormido. Había que ver el milagro de los ojos abiertos de las pibas. A mí no me molestaba, sabía que más tarde se llevaba al público con el telón puesto. Cantaban la última bola y el Gordo seguía en la rula de estar vivo. "No es Sócrates, ninguna cicuta lo va a matar en su celda". Así me dijo una vez un pariente que había venido de Grecia. Me lo dijo en griego y me acordé de mi abuela, que ya se había muerto, de cuando ella me hablaba. Después nunca más, hasta esa noche que vino un primo y entendí.
Por esos días lo tuvimos que internar. Andaba mal. Una noche en el sanatorio me dijo que quería que Juancito le trajera pizza con cantimpalo. Lo extraño tanto al Gordo. Era como un pibe, sí, como los de la calle Cabrera, igual que ellos pero al revés. Porque no tenía los ojos viejos ni tan largos, no. El Gordo siempre fue un pibe que se metió a laburar de grande. Y le salió bien.
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