Jueves, 30 de mayo de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
Primero es una nubecita de polvo que el leve viento levanta en un camino de tierra. Luego es mi mirada sobre ese mismo camino que se pierde en el horizonte donde el sol todavía alto no permite ver sino los pastos más cercanos a sus costados y la luz que deforma o difumina los contornos y allá a lo lejos una nube más densa anunciando un vehículo que se aproxima, pero lo hace tan lento que no aviva la curiosidad un poco apagada que nos acompaña en este paseo que no busca sorpresas sino un placer lento que viene muy hondo, más de la sangre que del recuerdo.
Es un camino que bien podría ser de Haroldo, quiero decir, Haroldo Conti, el de Chacabuco; sólo habría que agregar un par de chicos corriendo con sus hondas y sus tramperas, la cabeza bien alta, con el viento que les arremolina el pelo y les irrita las paspaduras de las mejillas que son una rémora del último invierno.
Ignoramos hacia dónde nos lleva este camino, pero es casi seguro que se hunde en la profundidad de los campos que comunicaba las chacras y ahora es una manga brillosa y solitaria que corta como un cuchillo la monotonía verdeoscura de los sembrados de soja y, donde hubo casas y familias, y cocinas con humo hoy sólo quedan grupos de árboles como islotes verdes que resisten en estallantes plumones que son casi breves montañas vistas de muy lejos y una invitación de sombra propicia si uno los observa a la orilla de ese camino que sólo separan de nuestra humanidad esos cuatro hilos de alambres de púas que ocupan un grupo de tordos curiosos, pero no tanto porque al acercarnos levantan vuelo como una docena de carbones lustrosos cruzando el aire limpio y celeste que regala a nuestros pulmones el día templado de otoño, encimándose -uno más- sobre tantas tardes y tantos otoños y tantos días infinitos que están en la respiración y en la sangre pero en esta evocación se nos presenta distinto, o íntimo, en esa paz que nos rodea.
A nuestras espaldas está la ruta, y se oyen los motores de los veloces camiones que la recorren como inmensos bólidos cortando el aire que debiera ser apacible.
¿Y si este camino que transitamos nos llevara hasta un pueblo? ¿Y fuera, digamos así, el nexo entre la ruta y ese grupo de casas distantes que forman un pueblo de llanura?
¿Y si en lugar de ser un día soleado fuera gris? ¿Y si fuera un día en que habría llovido pero era ya el escampe, con los pastos mojados y el camino herido de grandes huellones barrosos, marcas de algún vehículo muy reciente?
La libre asociación me lleva a un cuento de Saer, La Tardecita.
Ese camino barroso hacia el pueblo es recorrido por Barco, uno de los personajes históricos de la saga saereana con su hermano.
Los días de lluvia eran aprovechados por mi padre en la preparación de sus incursiones de caza en los campos y los bañados cercanos y no tanto, del pueblo y esta preparación consistía en la limpieza minuciosa de su escopeta belga -su orgullo de ese tiempo- de un caño, calibre 16.
Previamente había hecho una provisión de cartuchos que él mismo cargaba midiendo y calibrando con un ínfimo recipiente ad hoc para medir la pólvora y la municiones, que volcaba con esmero y pulcritud en esos cartuchos vacíos que había -como el material descripto arriba- comprado en al casa Demaría. Allí también se había agenciado de un aparatito para ajustar y cerrar a presión los cartuchos. Iba haciendo todo ese trabajo con minuciosidad, como si le fuera la vida en ello. Yo me sentaba en un banquito y lo miraba hacer. Soñando con ser grande y manejar ese aparatito tan fascinante. Mi madre iba y venía de la cocina cebándole interminables mates amargos. Hecha una cantidad que estimaba suficiente, los agrupaba por colores -verdes y rojos- y los distribuía en las dos cartucheras con las cuales se cruzaría el pecho.
Cuando limpiaba el tiempo, como decían los criollos, volvía a repasar con una estopa el caño de la escopeta, y con una franela muy limpia la parte externa, en especial la culata de nogal lustrada.
Después de almorzar, me ordenaba traer del galponcito de las herramientas, un bolso de lona muy fuerte, al que le había cosido una tira de cuero para usar cruzado al pecho y portar allí las piezas cobradas.
Ese era mi trabajo de ayudante, que como es de imaginar cumplía con infinito placer porque yo amaba esas salidas, que eran para mí toda una aventura.
El perro, excitado por los preparativos nos esperaba en la puertita de tejido que daba a la calle, esperando que abriéramos para salir, raudo y saltaba y corría alrededor de mi padre hasta que le gritaba, entonces, el cuzco, sumiso se ponía detrás de él.
Los destinos casi nunca variaban de cuatro: La portada, Puente de la vía, Maldonado o El camino del diablo.
Cualquiera de ellos nos llevaba a una cañada por lo cual nos proveería de algún pato para la olla de la noche, aunque al primer disparo, las bandadas, que eran ariscas, levantaban presurosas el vuelo y en principio buscaban un espejo de agua más calmo, o, en su defecto elevaban sus cuerpos en vuelos circulares, cada vez más alto hasta casi perderse en la visibilidad de ese cielo plomizo.
Las perdices certeramente apuntadas por el perro eran más ingenuas y además tenían un silbido delator que las ponía en evidencia. Su carne era más rica y preciada por lo cual mi alegría era mayúscula cuando iba engrosando el bolso que se me había confiado y que yo llevaba con innegable orgullo. Creía que era mi primer paso como futuro cazador, y soñaba con tener tanta puntería como tenían mi padre y sus hermanos, es decir, mis tíos.
Con el tiempo noté que en verdad empezaba a sufrir cuando mi padre derribaba uno de estos animalitos con su tiro certero.
Ese silbido de la inocente e inofensiva perdiz era como un flechazo de dolor que me perforaba los oídos y llegaba al cerebro con culpas y lágrimas.
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