CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
La última vez que tuve ganas de agarrarme a trompadas en una cancha fue por este tipo. No sé contra quién jugábamos pero sé que era el ocaso de los años oscuros, cuando las movilizaciones ya no podían ocultarse y las elecciones en Newell's se iban a haciendo posibles de a poco. Yo estaba en la popular alta mirando el partido de reserva, cuando se empezaron a alzar aplausos en la platea y distinguimos, aún de lejos, su figura inconfundible. La gente de la popular se prendió al aplauso y coreamos su nombre. Después algún imbécil dijo algo de la liguilla. Aunque la gran mayoría de quienes lo acusaron a él y a los principales referentes de aquel plantel se dieron vuelta como una media un par de años más tarde, cuando la lepra regó fútbol por todas las canchas del país hasta alcanzar la postergada segunda estrella -esa que hizo quebrar a este mismo tipo, capturado por un fotógrafo en el vestuario con la cara desencajada por el llanto- por entonces quedaba, todavía, algún boludo suelto. Me saqué. Sé que le recordé a los gritos, al imbécil que lo había cuestionado, cuántos campeonatos había ganado ese tipo con la camiseta de Ñúbel y que dije algo de todo lo que le había dado al club. Es probable que después lo mandara a la concha de su madre, porque soy bastante malo para discutir y la calentura, aun cuando me sobren fundamentos, me hace perder toda capacidad de argumentación. El tipo no me contestó y todo quedó ahí. Pero por dentro se retorcía ese energúmeno que también puedo llegar a ser, queriendo defender a trompadas el honor ajeno. Y yo, que trato de escaparle a todo fanatismo, que soy renuente a la palabra "ídolo" y a las pasiones desbocadas, tengo unos colores y un par de tipos con los que no puedo.
Hace poco mi hijo mayor me preguntó quién era el mejor jugador que había visto en Newell's en toda mi vida. Le respondí, sin dudar, que había sido este tipo. Me preguntó como quién jugaba y no supe explicarlo: mi hijo nació el mismo año en que él había dejado el fútbol. Son tiempos muy distintos. Pero le hablé de algunas características: elegante y con muchísima técnica, no necesitaba correr como un loco detrás de la pelota porque la pelota sabe y lo buscaba siempre a él. De pegada deliciosa y visión periférica, era un distribuidor criterioso que siempre se transformaba en eje del equipo. Tenía los pases resueltos antes de recibir la pelota, y esos segundos ganados al rival muchas veces bastaban para transformar un avance en una estocada mortal. Basta con verlo en fotos, luciendo la rojinegra, para reconocer la estampa de crack: siempre la pelota al pie, la cabeza levantada, la pose elegante para habilitar a un compañero. Le dije que, además, era el jugador que más veces había usado la camiseta de Newell's: quinientos y pico de partidos. Una cifra inconcebible para mi hijo, acostumbrado a que los jugadores duren dos o tres años -con suerte- antes de abrochar una transferencia que les permita hacer diferencia. Lo dije: eran tiempos muy distintos. Y ese tipo que maravillaba a propios y extraños hizo prácticamente toda su carrera en Newell's. Solamente por su calidad y categoría ya sería merecedor de un lugar de privilegio en la memoria eterna del club. Pero además, le dije, fue el referente principal de nuestra mayor época de gloria. Para entender lo que significa este tipo, expliqué, tenés que tener en cuenta que hasta el 88 habíamos salido campeones una sola vez. Los otros, para colmo, ya había ganado cuatro y nos gastaban con eso. Newell's jugaba bien al fútbol, tenía siempre equipos de buen pie, que trataban bien la pelota, que eran vistosos, pero no salía campeón. Para algunos -para mí, por ejemplo, que había nacido dos años después de aquel primer campeonato en cancha de Central- esa única estrella de la que podíamos vanagloriarnos era un logro de los libros de historia, algo que me contaban los más grandes. Algo que llenaba de orgullo, sí -nada menos que en cancha de ellos-; pero que había ocurrido catorce años antes. Algo que de algún modo, le dije, no dejaba de parecerme un poquito ajeno como esta historia del 88 te puede parecer a vos.
Y entonces vino el Ñúbel de Yudica, el del orgullo del buen juego y la identidad. Y la era Bielsa, para revolear la camiseta al viento gritando "Ñúbel carajo" con el pecho bien inflado en cualquier parte, porque al buen juego, a la vocación ofensiva, le sumamos unos huevos de oro con jugadores que eran capaces de trabar con la cabeza. Entre finales de los ochenta y principios de los noventa salimos dos veces subcampeones, ganamos cuatro campeonatos, jugamos dos finales de América. Todo eso en menos de diez años. Y ahí estaba él. En todas esas. Con el 8 en la espalda, las vendas blancas sobre las medias, la cinta de capitán, la mirada siempre digna. ¿Cómo no idolatrarlo? ¿Cómo no íbamos a elevarlo para siempre al olimpo de los héroes, si fue uno de los forjadores de nuestras páginas más ricas?
Lloré cuando se fue de Ñúbel. Lloré porque perdíamos a un jugador exquisito, de esos que difícilmente se puedan volver a ver. Pero lloré sobre todo porque se iba lo que, desde entonces, escasea en la mayoría de los equipos del fútbol argentino: el ídolo constante, el de trayectoria vasta y exitosa dentro del club, el que siempre está, domingo a domingo, campeonato tras campeonato, a lo largo de los años. El que pasa algunas malas, y otras buenas, y otras malas, y las buenas otra vez. El ídolo imposible en estos tiempos de vértigo, necesidad de transferencias y desigualdades económicas. Hay otros, por suerte. ¿Cómo negarle a Lucas, a Maxi o a Scocco, por ejemplo, su merecido lugar en el olimpo rojinegro? Pero aquellos, los que crecían y se hacían y permanecían en el club, ya no se pueden ni soñar.
Este tipo era de aquellos. Y bien pudo quedarse en el bronce que supo ganar como jugador. Pudo elegir no bajarse nunca de ese pedestal, no saltar del poster. Que siguiéramos, generación tras generación, venerándolo por lo que había hecho algún día dentro de la cancha. Pero, en cambio, eligió el riesgo. Eligió meter los pies en el barro y exponerse. En un momento de franco ascenso en su carrera como técnico, rechazó ofertas millonarias y volvió porque su equipo, el club en el que se formó como jugador y como persona, lo necesitaba más que nunca. Se preguntó, en caso de que pasara lo peor -que NewellÆs terminara por descender- dónde querría estar. Y la respuesta que se dio a sí mismo fue que quería estar en el club, pelear desde adentro.
Hizo mucho más que eso.
Nos devolvió identidad. Nos ayudó a recordar que también se puede ganar tratando de jugar bien, con armas nobles, siendo fiel a una historia, a un estilo: el mismo que defendía cuando se calzaba la camiseta, el mismo que ayudó a conformar a lo largo de más de una década en que fue espejo y referente de todos los juveniles que soñaban con ser como él. Nos devolvió, también, un pedazo de infancia, las ganas de venerar como dioses a unos tipos de pantalones cortos que nos hacen sentir -como pocas veces en estos tiempos- que se ponen la camiseta con la misma emoción que nos la pondríamos los de la tribuna. Porque por eso dejaron destinos mucho más promisorios para venir a poner la cara por Newell's. Por amor, orgullo y gloria.
Ahora este tipo es una ovación interminable, un grito que lo conmueve casi hasta las lágrimas cuando cruza la cancha rumbo al banco de suplentes. Es el nombre coreado hasta la afonía desde cada rincón. Ahora es mucho más que la estampa inolvidable de un jugador idolatrado, colgada en la habitación de los hinchas o en un lugar de privilegio en el museo del club. Más que el recuerdo imborrable en la memoria de los afortunados que pudimos verlo y más que la curiosidad de mi hijo que quiere saber cómo jugaba este tipo que se ganó tanto amor incondicional. Ahora es estas lágrimas que me asaltan cuando los jugadores lo levantan y lo elevan al mismo cielo que parecemos tocar con las manos. Ahora es estas lágrimas que no tengo que explicarle a mi hijo porque él también lo idolatra pero ya no como recuerdo, ya no como parte de la historia que le contamos los demás. Ahora es estas lágrimas de emoción de estos últimos días.
Ahora este tipo es alguien de quien mi hijo le hablará, a su vez, a sus hijos y a sus nietos.
Ahora es -para siempre- leyenda de los dos, y de muchos otros más.
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