CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
Ella era la profesora más prominente del área de lenguas clásicas y ese día presentaba su libro. Yo la frecuentaba desde hacía años, todos los días y no es necesario aclarar que de repente, sin darnos cuenta, nos habíamos enlazado intensamente. Nos encontrábamos siempre en un margen de la ciudad, en un departamento que me había prestado un amigo y al parecer le encantaba esa especie de excentricidad, como solía decirme, que le permitía escapar al agobio de las cosas cotidianas. El día de la presentación, yo me atreví temeroso de que su marido y sus hijos advirtieran mi presencia, lo cual era ridículo, porque no sabían de mi existencia. No así para muchos de los académicos o de los alumnos que nos veían en el bar que estaba en el frente de la facultad, para quienes yo era solamente algo más que una imagen, puesto que la mayoría ni siquiera conocía mi nombre.
De todos modos, me senté entre los últimos para evitar cualquier suspicacia y estaba decidido a irme apenas finalizada la reunión, pero María me buscó y me pidió que me quedara y cuando todo había terminado, corrió a buscarme y nos fuimos a nuestro refugio habitual. Ese día no fue como los otros, porque nos encontramos de la mejor manera que pueden encontrarse dos personas en nuestra condición. Ella me dijo, que justamente por no haber evitado el gentío y todo lo que tenía que ver con su convención social, me amaba como nunca. Nadie me amó así, me dijo, a expensa de lo que cualquiera quiere, cuando lo quieren y agregó: ese día estuvimos por encima de las más hipócritas convenciones humanas. Yo era todavía joven y ella un poco mayor, pero jamás olvidaré la fusión de nuestros cuerpos encendidos entre los intersticios de la luz. Ese día me dijo lo que dijo un tebano famoso ante la embriaguez de las bacantes y en la euforia loca de la pasión dionisiaca. Veo dos lunas y dos Tebas, frase que usé en más de un relato porque me recordaba la fuerza más íntima de la pasión, el sentimiento que nos embargaba y que ni siquiera se podía contrarrestar con la certeza de dos que saben que sentirse uno, es solo un producto de lo imaginario. Pero en ella y espero que en mí, todo era poesía y la poesía puede contrarrestar la multiplicidad y la indiferencia de las cosas.
Ella era toda una mujer, fue toda una mujer y hoy creo que me enseñó lo mucho que le cuesta a una mujer llegar a ser verdadera... Y eso ha originado una clase de ordenamiento que oprime mi escritura, rebelándose contra quien escribe para rellenar la pureza de una hoja en blanco porque tarda en hallar la palabra oculta en la imposición del silencio. No éramos necios, hubo un momento en que ambos sentimos que debíamos alejarnos y lo hicimos usando las falsas argucias que las circunstancias proponen, pero siempre hubo una tristeza inconsolable en nuestras miradas.
Es desde entonces, que me detengo ante una taza de café con la mirada absorta y revuelvo la cuchara que parece trazar un hilo vertiginoso entre la cosa más pequeña y lo más inconmensurable y me pregunto si realmente existen relaciones entre ellas. Quizá me digo, somos el fruto de un error que no logra unir lo que pareciera estar destinado a unirse y todos nuestros ideales y ensueños de vinculación y de amor, de esa exaltación de la comunicación que se da cuando dos dicen amarse, sea solo una necesidad de nuestra ineficacia para seguir sosteniéndonos y sosteniendo al otro, para compartir nuestros pasos, cuando en realidad no sabemos hacia dónde ir. Ni siquiera sabemos quiénes somos o quién es la persona a la que más queremos o las veces que nos obstinamos en hacer el amor porque somos incapaces de hacer otra cosa. Esos momentos, me amedrentaban hasta el punto de contaminar mi percepción de las personas.
Una tarde, sobre las playas del norte observé a una pareja que discurría en susurros que se hacían cada vez más alarmantes. Enseguida se fueron y me quedé solo, pero la seguía imaginando y sin quererlo retornaba en mis recuerdos el tercero que siempre se inmiscuye en el sentimiento, el que agravia o vincula, el que forma el triángulo que se produce por la vinculación de dos. Ese tercero, sin nombre ni figura, pero sobre todo inefable, no sólo para los que recusan una comprensión más compleja, sino para cualquiera, que se sienta tan hombre como para pensarlo. No uno, ni dos, sino ese tercero, el más sutil y el más precioso, aquel que contraría o que cree adecuado, lo que debe caracterizar una vida moldeada en la coherencia y la obediencia y todo lo desdeña por la sencilla razón de que en su fondo siempre acechante, no tiene punto de semejanza con ninguna otra cosa, siendo sin embargo el sostén oculto de nuestra cualidad humana.
Por mi parte, sé que no tengo verdades, que no tengo respuestas y me asusta dudar de casi todo, incluso de esta propiedad tan firme, tan carnal, tan sólida que hace cuerpo en nuestros sentimientos. A veces pienso que el olvido es un muro de pudor que la naturaleza levanta para librarnos del miedo a la muerte, de saber íntimamente que hemos nacido y vamos a morir y no sabemos por qué y que todo lo que hemos hecho obedecen mandatos que han perdido su sentido y que hemos tratado de sepultar para no desesperar. Por supuesto, pese a todo yo trato de convivir con ello. De hecho, cada vez, curiosamente me siento un poco más libre. Salgo por las noches tratando de asumir el frío de la madrugada pero distraído por lo mucho que creemos sostener de la naturaleza humana...
Han pasado muchos años y sin embargo todavía camino por la calles de Rosario, paso frente a las puertas de la facultad, miro las mesas de los bares y los hemiciclos de las plazas donde solíamos pasar horas contemplando el rumor y la corriente del río. Y he debido atravesar mi desamparo más profundo, cuando una tarde la vi cruzar por Pellegrini, que esa vez fue para mí como el lago del averno. Era una mujer entrada en años y yo que todavía sostengo cierto semblante de hombre maduro, que no se preocupa por llegar a un final digno, recuerdo intensamente esos momento, donde nuestro amor subterráneo fluía como un torrente, mucho más allá de lo establecido y sin poder dejar de esbozar un gesto interrogante ante la multitud ordinaria que ostenta con un cierto compromiso, heredado de convenciones habituales, la palabra amor.
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