CONTRATAPA
› Por Javier Chiabrando
Tanto escuchar que el primer mundo se hunde, que me vine a Europa para ver si era cierto. Lejos estoy de parecerme a esos argentinos que viajaban con la vaca en la bodega del barco. Casi tan lejos como esos que en los 90 venían a París --donde estoy ahora- a comer carne argentina que pagaban el doble que a la vuelta de su casa y a demostrar su cultura comprando pósters baratos de Picasso o Dalí; de los que compraban de a dos, claro.
Yo, por las dudas, me traje mi paquetito de yerba, una caja de saquitos de té y papel higiénico, porque hombre prevenido es limpio dos veces. Además me traje un bidet nacional y popular; fabricado por los muchachos de una fábrica recuperada del conurbano que dicen saber mucho de tamaños y estilos de culos. La primera sorpresa fue en la aduana, que consideraron el noble objeto un arma de destrucción masiva. Después dicen de la cultura francesa: lo que me costó explicarles -con demostraciones prácticas en medio del aeropuerto- lo que era. Al fin me lo dejaron pasar sin preguntar lo mas importante: "para qué era". Era para hacerme un negocito: ¿Para que va a ser?
Ya volveré a la historia de mi bidet. Ahora quiero contar que en París cuesta encontrar la crisis, no está a la vista como acostumbramos en el cono sur. No me extrañaría que ya le hayan creado un museo donde el émulo de cera de algún piquetero argentino --pero menos negro-- sacude un foulard de última moda instando a las masas a asaltar las tiendas de Coco Chanel para protestar por ese mundo que se ganaron en buena fe rompiendo tujes del resto del mundo --sólo les faltó EEUU--, y que ahora se les vuelve esquivo.
La crisis se ve en las caras. Aunque lo que yo considero frustración puede ser simplemente estreñimiento de tanto comer queso. Y eso que los quesos actuales son a prueba de estreñimiento y empachos. Ya lo dijo De Gaulle: no es sencillo gobernar un país con trescientas variedades de quesos; claro que ésos eran de los que tapaban; no como estos. Por eso quizá aun se ven émulos de esos amantes besándose en las calles de París, golosos de amor y felices por ser parisinos. Con la crisis que se avecina ya verán que hacen. Después de todo, hace apenas 60 años salían de la más grande matanza de la historia y se peleaban por un pedazo de pan, y ahí están, vivitos y coleando.
La verdad es que no tienen de qué quejarse. Si no tienen problemas para comprar dólares. O euros, que son como los dólares de ellos. Y pueden beber champagne francés a cada rato, porque luego de tantos amarrocar ya debe salir de las canillas de las casas ricas. Y si llegan ajustes que engalanan toda Europa, mejor, así quedan vivos la mitad, y entonces la comida, la bebida y los foulard van a sobrar. Hablando de ajustes de Europa, me hace acordar a la hiperinflación nuestra, cuando las cosas aumentaban tres veces al día. Acá ajustan tres veces al día, y hay quienes dicen que es poco.
Creo que nosotros deberíamos dejar de burlarnos (en realidad el que se burla soy yo; pero en representación de todos los argentinos) y darles una mano. Podríamos hacer lo mismo que hicieron ellos con nosotros; por ejemplo mandarles a las empresas más depredadoras que tenemos a asentarse en Europa y quedarnos con los teléfonos, el gas, la luz y todo lo que esté a la venta; incluidos los museos y las modelos francesas de moda, por muy flacas que estén. Que ya van a engordar cuando estén alimentadas a pura carne argentina.
Otra cosa que podemos hacer es mandarle una delegación del estilo del FMI pero encabezada por Moreno para que les muestre lo que es bueno. Que se cuiden los dirigentes de Le Monde si se hubieran quedado con la fábrica de producción de papel francés con malas artes. Y si quieren volver a ser revolucionarios, bajo la nostalgia del mayo francés, le mandamos una camionada llena de muchachos de la Cámpora para que le den al bombo hasta la madrugada. Eso sí, una vez salido el sol, todos a trabajar que hay que seguir manteniendo este sistema que les chupa la sangre pero del que no parecen querer salir.
No olvidar que a pesar de la crisis de millones, un grupete pequeño sigue engordando las alforjas y llevándose lo que queda. Son los triunfadores del sistema; nada que reclamarles porque el sistema contempla esa posibilidad y allí están, haciendo más pobres, cuando no desocupados, con cada acción de sus empresas. Siempre queda la posibilidad de volverse un indignado, y salir a la calle a protestar. Ese parecería ser el rol que le toca actuar a las clases medias de buena parte del mundo, aunque por motivos diferentes. A los europeos les toca porque se cayeron desde lo alto del bienestar y ahora tiene que salir a reclamar, no lo que se merecen, sino lo que tenían.
Lo que las clase medias reclaman en Argentina y Brasil ya es más difícil de entender. Se asemeja a la queja de un actor protagonista de una obra de teatro al que le dan un papel secundario y debe salir a pedir el puesto que tenía. Es lo que se llama un problema de cartel. Esa clase media, que pretende ser vista como indignados, y quizá orgullosa de un carácter reformista que habían perdido de vista, reclama lo que tuvieron. Su revolución es volver al lugar cómodo y calentito nuestro de cada día. No entienden que nuestros gobiernos han decidido privilegiar otras cosas, que incluye a otra gente. Es decir, el director de la obra eligió darle un giro al argumento y que los muertos de siempre sobrevivan al final de la obra.
Volvamos a Europa. Desde Europa --hasta que comenzaron a llegar desde EEUU-- se inventaron y luego nos llegaron las ideas que marcaron nuestras pobres vidas latinoamericanas: el catolicismo, el capitalismo, el nazismo, el comunismo y los indignados. Hoy, al menos por un rato, nosotros les legamos el ajuste largamente experimentado en nuestros pellejos. El resultado para nosotros fue pobreza y más pobreza; pero nada indica que en Europa será igual, porque nosotros ajustábamos en la marca del arroz, ellos en la del caviar.
Acá en París todo es mejor que allá: la comida, los colectivos, los museos, el pasto, la lluvia, el aire, la polución y los mosquitos. El sexo es mejor, porque es francés, claro. Genera más endorfinas que el basto sexo latinoamericano por motivos que la ciencia no logra explicar. Ahora entiendo a Gardel y a los muchachos que se venían para acá con cualquier excusa. Por eso me daba orgullo mi bidet argentino, porque acá no hay. Así es como fui interesando a un par de empresarios primero, a un par de comerciantes luego, y por fin a unos senegaleses que vendían porquerias por la calle. Yo daba por hecho que iba a vender este gran invento y con eso iba a salvar el dinero del viaje.
Qué más decir de Europa. Ciudades bellísimas tan preparadas para el turismo que cada día se parecen más a museos; la tradición --comidas, hábitos, arte-- se parece a un bien de consumo para japoneses y otros turistas que pueden pagarlo. Ver a un cura de Notre Dame dando misa para un centenar de católicos, dando una arenga que poco tenía que envidiarle a una de Caruso Lombardi, mientras una colmena de japoneses --y mi mujer y yo mezclados como quien no quiere la cosa-- sacándole fotos hasta a sus pulgares es una imagen que puede parecer graciosa pero es más bien triste. Pero eso es también la fe: un bien de consumo.
En París abruma el buen gusto. Todo está diseñado con tanto gusto que a medida que pasaban los días, el diseño utilitario de mi bidet ya comenzaba a resultarme vergonzoso. De los senegaleses ni noticias desde que intentaron cambiármelo por una foto de Brigite Bardot pero vieja. Pero, me dije, después de todo es un admíniculo que se utiliza en la soledad de las soledades, y por lo tanto importa su capacidad de brindar bienestar que su diseño. Pensé eso hasta que entré a un baño de un bar de la avenida Des Italians y encontré un mingitorio diseñado, supongo, por Chanel o Ives Saint Laurent, como mínimo. Ahí si, me puse mi bidet bajo el brazo y me volví al pago con la frente marchita y el culo paspado.
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