CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
"A los once años dejé de hablar, cuando mi papá --que era un perverso, cuestión que le dije a los dieciocho-- me castigó injustamente", me cuenta una amiga mientras charlamos por chat sobre las palabras y los silencios. "Durante seis meses quedé muda", continúa, "y sólo comía yogur dos veces por día porque me lo daba mi maestra que era un amor". Lo más probable es que mi amiga estuviera enamorada de la maestra, como casi todxs lxs que tenemos bastante más de veintitantos nos enamoramos alguna vez de alguna maestra. De lo que estoy segura es que de la boca de mi amiga no salían moscas, porque no entraban. La boca se abría sólo para lo necesario y la cuchara en la que viajaba el yogur era una especie de salvavidas que la mantenía a flote. A flote en la vida, nada menos. A los once años mi amiga entendió, siempre con la maldita mediación del dolor o la vergüenza, la distancia que existe entre la boca y las palabras, entre la lengua y el lenguaje.
Casi a la misma edad comprendí que hay cosas que no se dicen, y al mismo tiempo, como si la relación entre las palabras y las cosas se dirimiera en un juego de ajedrez y en la simpleza de un enroque, aprendí que se dicen otras en el lugar de aquellas que no se pueden decir. En esos casos, me sigo preguntando, ¿por qué tan sólo no callar? Fue así: a mi madre siempre la visitaban seres extraños, a veces llamados amigos, para contarle sus problemas y algún que otro chisme inconfesable. Ahora que lo pienso, mi madre era la oreja de los más variopintos personajes vernáculos. Tal vez porque sabía dar consejos, o quizás porque escuchaba, escuchaba realmente, y eso se le notaba en la mirada. La recuerdo sentada con alguna visitante de turno alrededor de la mesa redonda de la cocina a la hora de la siesta. Piernas cruzadas, pucho en mano y dos tacitas de café como testigos mudos del encuentro. El café invariablemente se enfriaba entre cada bocanada y cada gesticulación escandalosa. La vez a la que refiero, mi madre hablaba de su amiga Amelia con una conocida, profesora universitaria de no sé qué. Amelia había sido alumna suya y según le decía mi madre, tenía excelentes recuerdos de sus clases. Y yo que tiempo atrás había presenciado una conversación con Amelia creí que mi madre desvariaba o, peor aún -porque era síntoma de vejez-- la había olvidado. Mis oídos no daban crédito a lo que salía de su garganta poderosa y tuve que intervenir para zanjar el error: "Mami, eso no es así. Amelia no dijo eso. Dijo que era un desastre de profesora". Los ojos maternos latiguearon con tal ímpetu los míos que salí impulsada a propulsión de miradas, como un cohete, en trayecto directo de la cocina a la habitación.
Supongo que esa fue la primera desilusión con las palabras o con las personas, no lo sé y ahí está el dilema. No enmudecí como mi amiga, no de manera drástica. De a poco y con persistencia, como el musgo que cubre rocas en la humedad, fue creciendo la introversión. Las palabras ni siquiera atinaban a "astillarse en mi lengua antes de salir", al decir de la poeta rosarina. No había palabras porque ellas no podían tomar la forma de lo que sentía, de lo que veía, de lo que palpaba. Había sí y no y tal vez y ya va y más tarde y bueno y no sé. Muchos no sé. Por aquellos años la literatura fue el refugio que me permitió volver a creer, habiendo dejado la ingenuidad en el placar y habiendo tratado de preservar la inocencia en la yema de los dedos. Con esa inocencia sigo insistiendo en que las palabras deben ser piedras ante las injusticias y caricias en el desamparo. Las palabras deben ir, con toda palabra, al encuentro de las cosas. Deben ir, con toda palabra, a habitar los labios de mi amiga. Y deben saber entender, con toda palabra, el tiempo del silencio. En ese tiempo, intuyo que callar debe ser lo más cercano a la vida y a la verdad.
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