Miércoles, 14 de agosto de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
El método que se usaba para combatir la angustia de los domingos por la tarde era el de las visitas. Hasta había un juego entre las nenas que, junto al del papá y la mamá o el del doctor era el más jugado entre ellas, el juego de las visitas. Con bolsos cargados con comida se cruzaba la ciudad en colectivo hasta la casa de algún amigo o pariente en donde se permanecía hasta la llegada de la primera oleada de mosquitos. Me negaba a quedarme a dormir en casa ajena, sólo lo hacía a trescientos kilómetros de distancia en una casa humilde en el medio de un barrio pobre del pueblo de Rufino. Allí vivía una tía abuela que portaba un aura de paz indescriptible. Entre huerta, plantas, gallinas y conejos me contaba cuentos que inventaba en el momento. Una mañana en que estaba preparando mi equipaje para visitarla, intenté llevarle un libro como presente. Mi hermana me lo sacó de la mano y me dijo: "La tía no te lo va a poder leer , es analfabeta". Hay palabras fuertes, que por más que uno desconozca el significado intuye que no es nada bueno. Sabía que padecía varias enfermedades como diabetes, taquicardias, úlceras y había escuchado más de una vez decir que estaba viva de milagro, pero nunca había escuchado hablar de esta dolencia. "No sabe leer porque nunca pudo ir a la escuela", me aclaró con dulzura. Negué como todo aquel que recibe una noticia no querida. "No puede ser si tiene un montón de revistas de tejido", argumenté. "Cuenta los puntos como cuenta a los pollitos, y después teje esas colchas al crochet como ella sola puede hacerlo", insistió. Para alguien que creía que el saber sólo lo tenían aquellos que sabían leer, tal vez por verlo a mi padre muy serio frente al diario todas las mañanas o quizás por haber visto por televisión a presidentes con gorras leer discursos escritos, la creí ignorante por un momento. Aquel viaje me demostró lo contrario. Pasé casi un mes con ella y la sentí de igual a igual en las limitaciones ante un papel escrito. La ayudé en todo lo que pude mientras aprendía todos los días algo nuevo. Sembré, regué, coseché, pelé pollos, me enamoré de la naturaleza, aprendí a ver las estrellas y a leer los anillos de la luna. Una noche tomó un espiral y antes de encenderlo lo recorrió con su arrugado dedo índice desde el centro hacia el exterior y me dijo "éste es el camino que debe recorrer el hombre para poder crecer, siempre hacia afuera". Luego de encenderlo dijo que de lo contrario se consumiría como un espiral encendido. "La calandria canta sólo en el árbol, si la encierras, su canto se mete para adentro y se muere de pena", otro día me dijo. Por las tardes esperaba el camión regador como quien espera a una novia. Jugaba con la complicidad del chofer entre los grifos durante tres cuadras. Volvía caminando, mojado, entre nubes de tierra y ese olor. La cena se sentía desde la puerta. Sabores de saberes no escritos despertaban los sentidos. En las tardes de lluvia horneaba galletitas con distintas formas. Cuando le pregunté por qué no tenía fotos del tío, tomó dos masitas con forma de corazón, las pintó con dulce de higo casero, las unió fuerte y me enseñó. "Siempre deben unirse los corazones primero, después los cuerpos, porque éstos siempre se van a separar. Los corazones, a veces, no. Los recuerdos de mi amor los llevo en mi costado. No preciso fotos". Esperé la última noche para preguntarle. Tal vez no hubiera soportado su mirada por arriba de los lentes. En medio de la oscuridad, mirando hacia el techo, me animé a interrogarla. "Tía, es verdad que no sabés leer?". "Así es", contestó en la penumbra. "Voy a aprender este año y en el próximo verano te voy a enseñar, palabra de regador", prometí. No me esperó. Me quedé con el libro Piruetas en la valija. En todos estos años leí todo lo que pasó entre mis manos. Folletos, diarios, revistas, libros. Creo que los leí por los dos. He leído cosas que me ayudaron a crecer pero también me he topado con autores que usaron su suerte de ser alfabetizados para jugar con las palabras, y con la misma poesía que puede tener un crucigrama ni me emocionaron ni enseñaron nada. En ocasiones, mientras riego mi huerta orgánica se me da por pensar cuántas historias, vivencias, saberes, creencias se habrán perdido por el camino, de un montón de sabios que no lo pudieron plasmar en un papel por la mala fortuna de ser analfabetos.
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