Mar 10.09.2013
rosario

CONTRATAPA

La lucidez del enfermo

› Por Marcia Bredice

Algunas enfermedades tienen nombre. Otras aún persisten en ese terreno ignoto de los experimentos y las elucubraciones científicas. Y existen las que, lejos de tener nombre o no llamarse, tienen nombre y apellido.

No hace mucho tiempo atrás, una amiga a la que siento como una hermana, se enfermó de Juan Estévez. Apenas si había podido recuperarse de Diego Aguilar cuando en medio del peor de los meses, amaneció empapada de sudor y con cuarenta grados de fiebre. Esa noche, se sintió la más sola del mundo, la más enferma y la más desdichada. Hasta que cayó en la cuenta de que su gripe y su anemia no eran otra cosa más que el gravamen del desamor en su sistema respiratorio y en sus glóbulos rojos y pudo decir Juan Estévez.

A Diego Aguilar, en cambio, lo sacó por vías urinarias. Síndrome miccional, le dijo el médico. Pero ella, que no es tonta, a los días cayó en la cuenta de que lo que estaba orinando era la última afrenta que la había separado definitivamente de aquel al que alguna vez había nombrado como el amor de su vida.

Conozco muchos enfermos de nombres propios. Hijos que llevan a cuesta el nombre de sus padres, padres enfermos de sus hijos. Intelectuales que vuelven neumonía a sus enemigos políticos y hombres que mueren de mujeres.

Sin ir más lejos, mi tío Alfredo hace más de veinte años que está enfermo de Carmen. Como es de esperar en algunos pacientes, él no puede advertir los síntomas, pero basta con sus largos tratamientos de corticoides para que todos nos demos cuenta. Carmen se fue con otro hombre cuando estaban a punto de casarse. Desde entonces, el tío Alfredo complementa la producción de cortisona de sus glándulas suprarrenales con químicos. Se le agotaron las defensas y ni siquiera puede defenderse de la risa de los otros.

Soma le llamaron los griegos al cuerpo y psiquis a la mente y los nuevos siglos hablaron de psicosomatización para ponerle nombre a la, para nada ingenua, relación de la mente sobre el cuerpo.

Los discursos sociales sobre los trastornos, los malestares y las enfermedades, parecen multiplicarse infinitamente sin lograr decir lo que debajo de ellos punza y pulsa, desangra y arremete.

Para matar la cosa, es preciso nombrarla; porque no hay enfermedad que pueda ser curada sin ser reconocida. El nombre propio que se imprime en una patología es el costo que paga, por su lucidez, el enfermo. La afección lo labra de muerte e impermanencia y en la ilegible grafía del médico se prescribe la cura como garantía de salvación.

Heidegger dijo verwindung: la superación de la enfermedad comienza con la aceptación consciente de que estamos destinados a llevar irremediablemente sus signos.

Tal es el costo de algunos nombres propios.

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