Jue 12.09.2013
rosario

CONTRATAPA

Mi madre

› Por Jorge Isaías

Muchas veces pienso en mi madre. A veces también la sueño, pero siempre se aparece joven. Así la conservo en la construcción de mi recuerdo.

Mi hermano, por el contrario tiene una imagen más gastada, porque él se quedó en el pueblo y fue testigo de sus últimos días y aunque me cueste decirlo, fueron los de su decadencia.

Nunca llegaré a entender cómo esa mujer humilde podía con sus silencios y su vigilante diligencia que no eludía la ternura, mantener un delicado equilibrio que anudaba sus telares sosteniendo esa casa que cuando se fue se quedó sin música.

No recuerdo un solo día que estuviera enferma, siquiera en cama con una gripe ¿cómo hizo en su condición de mujer sometida, arreglárselas para darnos a los suyos sin que nos diéramos cuenta que en verdad era la más fuerte, la única a quien nunca vi desfallecer?

Aunque era propensa al llanto que sacudía todo su cuerpo silenciosamente, no pasaba de ser una manifestación pasajera. Incansable en todos los trabajos, atenta al más mínimo, escondido deseo nuestro, siempre pronta a satisfacerlo, en una actitud de amor y de servicio sin demasiada exposición, ella cumplía con la tarea que excedía lo que por formación le había impuesto mi abuela. Me fui muy joven de su lado, en un corte abrupto, porque hasta allí había estado a su lado, y la verdad que en los primeros años sufrí mucho, en una ciudad deseada que tuve que descubrir hasta que nos adaptáramos. Pero ella no lo supo nunca, aunque presiento que en su intuición de madre debió sufrir mucho, porque "lloraba cuando llegaba y cuando me veía partir", al decir de Pedroni.

En estos viajes, que el trabajo y el estudio espaciaban, yo exponía como al pasar la añoranza de una golosina que sus industriosas manos hacían. En ese mismo viaje, si me quedaba tiempo, colmaba ese deseo, de lo contrario, en el próximo apenas bajado del ómnibus, con el primer mate aparecía ese plato de rebosantes buñuelos exquisitos con su azúcar impalpable encima que fuera objeto de mi deseo en el último viaje.

Con una cocina de hierro fundido (una Istilart Nº 1) y el producto de la quinta que era su orgullo, ella hacía verdaderos milagros. Mi infancia está cubierta de aquellos olores queridos. De la modesta repostería que hacía con pocos recursos, pero llena de inventiva y amor, pasando por los dulces caseros, de frutos que teníamos en la quinta, hasta llegar hasta la especialidad, que como buena italiana, recaería en las pastas. Amasaba jueves y domingos, siguiendo tal vez una tradición que traería de su aldea italiana. Hacía con la misma perfección esas ollas de tallarines, ravioles, sorrentinos, capeletis o canelones y los acompañaba con una salsa de tomates y queso y la infaltable carne al estofado que exigía mi padre como condición de su costado altamente carnívoro, porque según afirmaba como verdad revelada, "si no hay en la mesa un trozo de carne, es como si no hubiera comida".

Sus tareas no se reducían a lo estrictamente culinario, como creo haber aclarado más arriba.

Escribí sobre su devoción por el cultivo de la quinta, pero además ella nos hacía la ropa a los tres, con su máquina de coser marca White, que hacía un ruido como el picoteo de lluvia, con la luz de la lámpara como un ojo insomne mientras todos nos íbamos durmiendo con ese leve golpeteo incesante. Como no sobraba el dinero sino todo lo contrario, ponía en juego toda su creatividad, que era mucha.

También tejía. Lo hacia con mucha habilidad, con rapidez. Era una tarea que realizaba aún mientras conversaba animadamente con otras personas. Hay largas épocas de mi infancia que es el único recuerdo casi tengo de ella, siempre tejiendo. Durante el día, mientras la luz natural la acompañara y cuando las sombras iban cubriendo toda claridad posible a la luz de esa lámpara de querosene con la cual recorría las habitaciones, con una mano sobre el tubo de vidrio, para que un golpe de aire no apagara la llama. Iba cuidando que todos estuviéramos tapados, mientras dormíamos. Luego volvía a la cocina, a su infinito tejido.

Pocas veces podía comprar lana nueva, pero destejía y tejía, cual incansable Penélope, y lograba una trama de colores mezclados. Mis hijas aún recuerdan sus épocas de escuela primaria y aún secundaria, con "los pulóveres coloridos que la abuela nos tejía".

Pero acá no se reducía todo su quehacer, sino que si mi padre le requería ayuda en sus duros trabajos rurales, ella estaba allí para echar una mano, siempre.

En las juntadas de maíz en las carneadas, en el desmalezamiento del terreno, cuando la quinta se llenaba de yuyos en el verano.

Lo curioso, lo increíble, es que todo esto que hizo, todo esto fue trabajo, lo hizo sin pedir nada a cambio, solo ver feliz a su gente, a sus seres amados. Vernos alegres era para ella la propia alegría.

Tantas veces he pensado en esta mujer que pasó por la vida sin llamar la atención, pero estando atenta a los otros. Y se fue silenciosa y pronto, como para no molestar demasiado.

Dejo de escribir.

Miro desde este patio mezquino el vuelo errático de las golondrinas que van hacia las barrancas del río, pienso en las que volaron los cielos muy altos de aquella infancia remota.

Pienso en los amigos que se fueron dejándonos solos con nuestra propia tristeza.

Pienso con que todas las madres del mundo debieran llamarse María.

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