CONTRATAPA
› Por Marina Maggi y Pablo Serr
XXIX
Era casi un estruendo aquella nulidad arrebatada: tormenta perfumada, viento exhausto. El extasiado pozo hubiera dicho lo que calló la altura pernoctada. Exilio misterioso de sus hombros, promesa lacerada por un nombre. Todo un cielo negado, corazón reiterado por las llamas urgentes de su ausencia o demora.
Alzó los brazos al cielo. Oscuro viento escapaba de sus manos, y era un viento de verdad, enloquecido, colérico, exasperado como un himno. Mientras cerraba los ojos le pareció oír una voz llamando desde lejos con idéntica decisión y crudeza. Sumergido, casi ahogado en una fría contemplación láctea, fluyó y rodó hacia el ocaso. En esa noche plagada de estrellas fugitivas, se limitó a sonreír. El viento seguía desgarrando la entraña del olvido. De rodillas en la tierra embebida y fría, comenzó a sentir dentro suyo la agónica calidez de una luz dulcísima. Transida en luna, de un ojo resbaló cantando, sin sabor a nada, una absurda lágrima. El ahora sosegado rumor de la alta arboleda se agolpaba en voces mudas sin ningún remordimiento. Ella se apareció en medio de la bruma y entonó, en su traje de sombra, como un níveo capullo flotante, un divino silencio que emergió de su faz mohosa. Él la miró a trasluz y le habló sin palabras: escupió raudas manchas de sudor sobre el follaje. Lamido por la sonora risa desdichada de la luna, colmado, sucumbió. Ella seguía deambulando como agua o mármol que titila. Sobre sus huesos limpios resbalaban venerables volutas de inextinguible, vivificante consistencia. Él temblaba en ecos de irisada mañana, crecía en su presentimiento de otras vidas. Posada en el absoluto grosor de una hoja de hierba, ella se inclinó y besó con gesto fiel sus labios, como ceñida al mundo.
-Tengo frío, alcanzame un abrigo.
-Es el viento. Somos dos corriendo por el campo.
-No importa, cerrá las cortinas.
-Refugiate en mi sombra, cerrá los ojos y dormí.
-Si no me vas a dejar nunca, haceme un tajo en la frente y escribí la canción que entonaba mi infancia.
-Nosotros somos el anillo que se suelda retornando a la niñez. Somos la sangre que corre y se renueva. Somos aquella canción que siempre se repite.
-Oí cómo la cantan los árboles, sentí retumbar en el pecho el coro de lo profundo.
-Temo la oscuridad que te ampara bajo tierra, la humedad que se extiende debajo de tu manto.
-Entonces cerrá con llave mi voluntad, convenceme de que estoy soñando.
-No puedo, siempre que vuelvo estás, algo me impide registrar lo auténtico de los pasos que se van.
-Siempre llego.
-Es el temblor de la tierra. Ya lo había presagiado tu cuerpo sin distancia.
-No quiero ser un fantasma.
-No quiero ser quien te espera.
-Sos el hombre que aguarda. Tu carne es el destello que me imanta.
XXX
-Furiosa y fantasmal, quiero dormirme o morir: morir al borde de los ojos, casi al límite del alma. Morir de verdad, por primera y última vez, en la cuna urgente de tus brazos; como pobre brisa infartarme en tu regazo fértil, licuar mi gemido silente en voces de intraducible fachada que como zumbido de moscas o abejas resuenen, amor, en la fraternal cripta de tu beso.
-¡Cuiden de las nubes, vientos! ¡Sangre el cansancio de la siesta roces, polvo o brizna al contacto infiel de la indecisa carne, y risas resecas! Este musgo mórbido que resopla en mi oído, encendida cigarra que deambula en llanto seco, ¿será un presagio de la diáspora hueca y solemne de mis días sin vos?
-Y tu jazmín, amor, que no florece. ¿Para qué sirve, me pregunto ahora, la espiral blanca que surca el aire y lo consume? Si me arrastro, mi intención no es arrastrarme, sino alcanzar sin culpa sobrevividos recuerdos de aquellos nuestros años de felicidad absurda. En el vientre abierto de una paloma leo la extinguida remota flor de vidas futuras. Y sonrío. Me sé todas las canciones del naufragio. Obstinadamente canto himnos en lenguas que nos desconocen. Soplo casi sin piedad crepúsculos lujuriosos por puro capricho de la pena grande que me extravía. En este impecable vacío, cuerpos efervescentes (ajenos siempre) se deslizan como lágrimas de caudal creciente por la vía láctea de centro hueco. Me estiro: una resaca, exacta soledad hilvanada en mis ojos muertos. Nada como un campo sembrado de todo lo que hace falta. Inocencia, luz que me niega. Agua vaga, casi áspera, tangencial. Espera meritoria, completamente inútil, gozosamente fatal. Mañana sonriendo me prestarás tu presencia mucho, ¿no es cierto, mi amor?
XXXI
Hondura acongojada de sus sienes, arco tendido, devastado: por la mañana la danza muda de una hoja cayendo había gritado su nombre al despoblado, inmenso precipicio. La novedosa transparencia, fresca y dolorosa como el roce de un cristal nuevo en la piel infinita del aire, modelaba la extraña lucidez articulada de los árboles. El movimiento pendular era producido por la irresistible soberanía de un fulgor crispado, recrudecido en medio del vestigio inaparente de las sombras hace un instante sidas. El portentoso, resplandeciente rayo parecía señalar, como si de un templo se tratara, el calor amontonado cerca de la tierra, en círculo perfecto: un anillo cansado, amenazado en la acumulación de las hojas.
Había llegado, al fin, el momento perenne, el encontrarse aciago con el rostro que, desde siempre presentido, curte en silencio con la luz su riquísima evidencia, ciega demanda de ojos vivos.
El aire enlutado multiplica lo que esconde. Todo indica como un dedo, un calor, un desusado fulgor o castaña crujiente, el rumbo herido de una eternidad sin refugio. ¿Cómo así, tan de repente, esa luz fugitiva?
Un instante gruñe la tierra. Las aves se reparten por sus huesos de brisa. Por el espacio llegan y se agolpan apariciones trucadas, cercadas, débiles y trémulas, concentrándose como un puño cerrado, un entero puñal que se clavara en el cuerpo imperdonable de la ausencia, despierta mitad sin rostro.
Vigilante, la rama más baja se inclina hacia el inanimado ombligo sin puertas del reposo. Flexible no es flor ni por dentro ni por fuera piensa las aguas quietas como un símbolo impertérrito de muerte. Pero la hondura vieja conoce del estrago que las indolentes estaciones traerán al joven látigo impedido, retorcido horizonte quebrado por el durmiente peso de la reciente ceniza.
Dice la hondura vieja del pozo: Una lluvia más de tu carne tensada, y corpulenta como letra oscura me levanto.
Dice la rama impune: Lo absurdo de tu rigidez aumenta mi precocidad por las alturas. El cielo es una escama que a tu mística voluntad de ser le fue negada.
Dice el pozo profundo: Mis aguas no son el alimento que prometen. Aquel pez de tu gran escama transita mis venas, muriendo una y otra vez dentro de mí, robusteciendo el mal que en vos no aflora.
Dice la rama impune: Salvo el vacío con mi elástico impulso, sé bien que más adentro de tu noche hay ese reflejo empantanado de luna que sin poder dormir, a una distancia radical y en silencio, se provee de voces secretas que invocan la miseria, la parte fétida del sol. Pero mis jugos derramarán sobre tu faz, socavándola, aquella otra vertiente del río mal saciado. Tu boca puede soplar inviernos enjaulados desde siempre, pero mi juventud vive así, rebosante y repleta, dejando su orgullosa huella plasmada en la invisible senda de la brisa. Por eso, como al pasar, igual que a una revelación que ya quisiera ladrar la distancia y repeler el abismo, te contemplo.
Dice la hondura vieja: Vivir así, como una flor, para vivir el diluvio...
Dice la rama impune: Dejar mi huella escondida, apagada como un cielo...
Dice la hondura vieja: La inmensa marea pétrea de mi abismo, semejante a una fabulosa extremidad anegada, suscita el vértigo infame de lo que está lejos queriendo estar más cerca. El límite es siempre la respiración.
Dice la rama impune: En esta simple pasión fundo mi estirpe impura. Cualquier contemplación del abajo es la mía. Yo no retacé al tiempo un gesto más dichoso, una limosna astuta que violase mi sombra. Yo soy ese arrebato que te arranca de los suplicios húmedos de la noche incontable. Yo soy fiel a la vida, floto como emergiendo de tu faz ruinosa. Y jamás callo en el viento, y jamás me escondo.
Pregunta el pozo viejo: ¿Y quién sos, entonces?
Dice la rama impura: Yo soy tu negación enamorada.
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