Viernes, 20 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Como ustedes saben, vengo detrás de la pista del ser argentino, carajo. Soy un detective en busca del orgullo patrio, de la esencia argenta. Y como la última contratapa (y la anterior, y la anterior...) despertaron pasiones que no me favorecen, me vine a Medellín aprovechando que me invitaron al evento Medellín Negro donde voy a dar, justamente, una charla sobre el detective en la literatura argentina.
Preparar la valija no fue joda. Traje demasiada ropa porque nunca se sabe a qué atenerse en Latinoamérica, donde la gente y el clima son imprevisibles, no como en Europa y en las islas Seychelles. Además traje las obras completa de Borges, libros de Sarmiento y mi colección de Patoruzú para tirarle por la cabeza al primero que se pusiera a contar chistes de argentinos. Por último, para parecer un detective, además de serlo, agarré una lupa que mis hijos ya no usan (prefieren Google), un piloto y un sombrero que me quedó de herencia de unos de los abuelos de una de mis esposas.
Usted dirá que no es razonable ir a buscar el origen de los problemas argentinos a Medellín, y yo le digo que menos razonable es ir a buscarlo al mercado de divisas o culpar siempre a otro. Algo habremos hecho, nosotros también. En fin: ese argentino que rastreo es ese hombre (mujeres incluidas), que dejabas en medio del campo y se transformaba en ombú de puro cabezón superviviente que era. ¿En qué momento ese argentino se transformó en ese que llora cuando más tiene, que protesta desde la escalinata del avión porque no se puede viajar, y tiene tal memoria de hormiga que no recuerda que antes del número 2013 viene el 2001? ¿En qué momento sucedió eso que los psicólogos o sociólogos llamarían Herida Epistemológica y yo llamaría Fuiste Carlitos?
Hablando de Carlitos, acepté venir a Medellín porque acá murió Carlitos. Los muchachos de Medellín Negro se pensaron que tenían que invitarme por mi talento y presencia de galán maduro de telenovela argentina, además de ser un gran intelectual argentino (si escribo para este diario), pero en realidad los elegí yo usando mis relaciones internacionales (escribo los discursos de Rajoy y soy profesor de inglés de Ana Botella). ¿Qué otro lugar mejor para rastrear si la mítica garra argentina, la virilidad gaucha, no se perdió el día que el zorzal se murió?
Mi ponencia sobre el detective en la literatura argentina fue un éxito, pero la tarea de detective real, un fracaso. La respuesta no estaba en ningún lado, ni siquiera en el fondo de una botella de cerveza. Y eso que miré en varias. Una noche me dormí apesadumbrado por tener que firmar tantos autógrafos, y desperté a las dos horas con una sombra a mi lado. Pensé que era una fan enloquecida, una groupie de las que atacan escritores, iguales a las que atacan rockeros, pero con lentes y preguntas sobre el Ulises, pero cuando me dijo "qué hacé, cuatro vece qué hacé", me di cuenta de que era el fantasma de Carlitos, que se me apareció como Bogart se le aparece a Woody Allen en "Sueños de un seductor".
Se lo veía cansado, pobre. Me contó que dormía poco. Le pregunté que si se le aparecía a cada argentino que andaba por Medellín, y me dijo que lo hacía hasta que todos empezaron a hacerle la gran pregunta:
--¿Cuál? ¿Cómo se mató?
--No, si en Colombia se puede comprar dólares.
Le conté que yo era un detective del alma gaucha y me miró con cara de "te conozco, mascarita".
--¿Y qué fue de Lunático? me preguntó de golpe.
Sin estar seguro, le dije que el caballo de Leguizamo había muerto en su cama y acompañado de su familia. Sacudió la cabeza satisfecho.
--¿Y el ispa, como anda el ispa?
--Y, ahí anda, ahora nos gobierna una mujer. Y en Estados Unidos gobierna un negro.
--¿No me diga que el negro Falucho llegó a presidente?
Le dije que se llamaba Obama, que parecía buen tipo pero que era más resbaladizo que sapo con verdín.
--¿Y esa mujer?
--Bueno, no sé qué decirle, maestro. Es muñeca brava.
--Ajjjja... Me gusta.
--Algunos le dicen la yegua.
--Ah, por eso cada vez que visito a algún argentino que se aloja en un cinco estrellas me habla de la yegua. Yo creí que era una nieta de Lunático.
Preferí no embarcarme en una discusión sobre política. Mejor dejar eso para el lugar donde se dirimen los grandes idearios contemporáneos: Facebook. Así que cambié de tema.
--Argentina cambió, maestro, ahora, por ejemplo, dos hombres o dos mujeres se pueden casar.
--Eso me han dicho. Qué cosa, ¿no?
--¿Y qué le parece?
--Si eso le garantiza el cotorro y cuando estén con la frente marchita las nieves del tiempo no le plateen el alma, lo veo bien.
--Y, sino la vida es una gayola -dije yo para caerle simpático.
--No te hagás el tanguero, vos, que tenés cara de ser de la nueva ola.
--¿Y, qué se cuenta desde el más allá? -le pregunté como para cambiar de tema.
--Qué le puedo decir: por cada argentino que llega cantando, como Sandro, llegan cien llorando. Me parece que se creyeron que el tango era la vida.
--¿Y qué es?
--Canciones para levantar minas, qué va a ser: ¿pastafrola?
En plan de confesiones, me pareció justo contarle que en algún momento se había puesto en duda su hombría. Le dije que los que habían fogoneado el tema eran Clarín y La Nación; total, que le hace una mancha más al tigre.
--Se pasan a los mitos por el forro del traste, Carlitos: usted, Perón, Bianchi, Caruso Lombardi, Karina Jelinek -le dije.
--Dejalos que hablen, total es gratis.
Sacudía las cortinas como si quisiera hacerme una pregunta y la tuviera atravesada en la garganta.
--¿Qué le acontece, mostro?
--Le parece a usted que yo tengo la culpa de tanto lloriqueo por haberme puesto a cantar el tango.
--Y, si le hubiera puesto un poco de onda, por ahí...
--Me cacho dijo y tarareó un aire de cumbia.
Aprovechando que dos cerebros privilegiados como los nuestros se juntaban por primera vez, hicimos un repaso de la historia argentina e imaginamos posibles soluciones. Me contó que estaba harto de que San Martín lo hiciera poner firme cada vez que pasaba a su lado, y que nadie entendía por qué Perón se levantaba tan temprano. Le pregunté por Pappo, Tanguito y familiares que ya andaban de gira.
En la charla no se nos ocurrieron grandes ideas para la patria, pero la pasamos bien. Carlitos me dio algunos consejos, que reservo para cuando el país me convoque para salvarlo, sea de los K, sea de los opositores, sea del FMI, sea de nuestra propia capacidad de autodestrucción. A eso me debo, a mi pueblo.
La solución al gran enigma de lo que significa ser argentino no la encontré, pero no pienso aflojarle. Por lo pronto me llevo la idea de que, según me dijo Carlitos, uno de los problemas es que muchos "se creyeron que el tango era la vida".
La visita a Medellín fue la felicidad habitual de encontrarse dentro de esa patria grande de la que somos parte; aun los que niegan serlo. Pueden separarnos muchas cosas, pero siempre serán más las que nos unen. Eso lo sé yo porque soy un privilegiado, tanto que cuando ando por Medellín, me visita Carlitos.
--¿A Néstor lo vio? le pregunté casi cuando se iba diluyendo.
--Sí, estuvimos charlando.
--¿Y qué le contó?
--Cuando te toque el turno de venir a vernos, te pongo al día.
Ahí me desperté. El corazón me latía a ritmo de vallenato. Después me di cuenta que era música que entraba por la ventana.
En el avión de regreso me senté al lado de una argentina a la que se le adivinaban las ideas con sólo mirarle los zapatos. Como me vio blanquito y educado comenzó con la cantinela contra el país: que el dólar, que no se puede viajar, que la inflación. Yo la miré con cara de Marlowe y le dije: "andá a cantarle a Gardel, rubia de New York".
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