Viernes, 11 de octubre de 2013 | Hoy
Por Javier Núñez
Hace algún tiempo empecé a escribir una novela que ahora duerme -o espera tiempos con tiempo-, donde incluí una especie de recreación de un momento que viví hace unos cuantos años, y que me conmocionó. Habíamos ido a comer con mi viejo a la Pizzería Argentina, cuando un tipo casi se muere en la mesa de al lado. El que lo había presenciado en la novela era Coltrane, un viejo que vivía en la pensión adonde había ido a parar el personaje principal. Coltrane había trabajado como quince años en una casa de cambio y llevado una vida normal, con esposa, dos hijas, sueldo a fin de mes, un crédito hipotecario y un auto que a veces no arrancaba. Había llevado una vida normal, rutinaria, aceptable, hasta el día en que se sentó a almorzar algo en la Pizzería Argentina, y mientras comía una pizza aceitosa vio desplomarse al gordo de corbata floja que hasta entonces comía en soledad -seguramente trabajaba cerca, el mozo había bromeado con él un rato antes, parecía un cliente habitual- y de repente se derrumbaba en el suelo arrastrando el mantel con él. Los intentos por reanimarlo no sirvieron de nada. Coltrane fue incapaz de probar otro bocado. Salió espantado por la indiferencia de los que habían seguido masticando en presencia de la muerte, atendiendo a los intentos de resucitación entre bocado y bocado y por sobre el hombro de los compañeros de mesa. Salió espantado y volvió a su trabajo para encerrarse en el baño a llorar y a pedirle a Dios que no lo dejara morir así, solo, en un bar, rodeado de extraños que no pararan de comer, después de treinta años de levantarse cada mañana a las 6 en punto para hacer un laburo que ni siquiera le gustaba. Una semana más tarde, Coltrane se iba de su casa sin decir adónde. Se llevaba una valija y el saxofón. Había pasado tres años en Estados Unidos, recorriendo ciudades emblemáticas y pueblos que nunca había oído nombrar; tocando tanto en espléndidos clubes de jazz como en bares de mala muerte. Le daba igual. Cuando cerraba los ojos y soplaba el saxo, todo le daba igual. Para cuando volvió, su mujer se había quedado con todo y se tuvo que ir a una pensión. Las hijas no habían vuelto a dirigirle la palabra. Eso era lo único que a veces le pesaba.
El personaje principal, después de escuchar a Coltrane, pensaba que en su afán por escaparse de la imposibilidad de hacer lo que quería de su vida se había acercado más a la probabilidad de morirse solo y rodeado de extraños. Pero prefería no decirle nada.
Es algo bastante incómodo de decir, incluso para un personaje de ficción.
Siempre me fascinaron esas historias en las que un personaje asiste a un momento revelador o de epifanía que pone su vida patas arriba. Me gusta, sobre todo, cuando eso que ocurre es tan sutil que podría haber pasado desapercibido para cualquiera de nosotros, tan sutil que en muchos casos no sería más que una anécdota fugaz que contaríamos una o dos o hasta diez veces en las cenas sucesivas, en los encuentros con algún amigo, en la sala de espera del dentista, hasta que se esfumara de nuestras inquietudes e intereses sin dejar rastro, pero que al personaje en cuestión lo pone ante el mismísimo mecanismo de la vida. Y de golpe todo encaja --o quizás todo lo contrario-, y sobreviene la patada al tablero y el espejismo siempre postergado de barajar y dar de nuevo, de empezar la vida otra vez de cero, se impone como única alternativa posible. La parábola de Flitcraft en El halcón maltés --sobre la que ya me extendí en otra ocasión- o la adaptación que hace Sidney Orr en La noche del oráculo de Paul Auster, son acaso el paradigma de evento al que me refiero: la viga desde lo alto, la amenaza invisible e impostergable, la noción repentina de que el azar puede acabar con nuestras vidas en cualquier momento. O tantas otras más: el accidente al que sobrevivimos de milagro; la tragedia que nos roza; la enfermedad mortal que de pronto remite. En fin: las segundas oportunidades.
Entonces sobreviene el replanteo y a veces se impone eso que muchos pensamos en algún instante de desconsuelo o frustración o delirio: desaparecer, ser otro, empezar de nuevo en algún paraje remoto.
No creo -más allá de aquel almuerzo en la Pizzería Argentina que disparó esa ficción- haber experimentado nunca alguna situación por el estilo en forma personal. Sí a través de terceros: recuerdo que a una amiga poeta le cayó, en la puerta de su casa, una viga desde un edificio en construcción que centímetros más, centímetros menos, pudo haberla borrado del mapa. Creo que acababa de abrir la puerta: parada en el rellano, todavía con las llaves en la mano, conversaba con un amigo. No recuerdo si había ido a abrirle porque sonó el timbre o si se encontraron por casualidad cuando ella estaba a punto de entrar. Sé, en cambio, que ahí estaban los dos, detenidos en ese breve espacio físico en el que los sorprendió ese encuentro --ni diez centímetros más acá ni diez centímetros más allá: justo ahí--, cuando algo cayó del cielo. El amigo de mi amiga poeta tuvo un traumatismo de cráneo bastante complicado, no supe después cómo evolucionó pero creo que con el tiempo se recuperó. Mi amiga poeta sufrió el golpe en el hombro y una fractura de clavícula que implicó meses de andar con el brazo en cabestrillo, condenada a la rehabilitación, a los cócteles de analgésicos, a la pirueta imprescindible para ponerse y sacarse prendas y a mirar hacia lo alto cada tres o cuatro pasos, con el temor irracional a que le siguieran cayendo vigas o hierros o pedazos de balcones desde el cielo.
Yo la escuché --la leí, en realidad: me lo contó por mail o por Facebook, seguramente escribiendo con una sola mano y con los dedos saltando a través del teclado como un caballo de ajedrez-- con algo así como espanto, y me acordé de Flitcraft y de Sidney Orr.
Mi amiga poeta sigue por acá. Logró resistir la tentación del efecto Flitcraft, en lugar de buscar en playas brasileras o en lagos del sur que la vida la llevara como el viento. No entregó su vida al azar ni se cambió el nombre. Los seres reales, quizás, nos acostumbramos más y mejor a lo impredecible de nuestros días, y prescindimos de las reacciones novelescas. O a lo mejor es solamente que mi amiga, que tiene más o menos los mismos problemas que tenemos todos los demás, es feliz y le encanta la vida que lleva. A lo mejor eso, y el puñado de gente que hacen Itaca de cualquier lugar, son motivos más que suficientes para resistir los espejismos.
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