CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
"Modelo 1960, como el auto que conduzco, alguna vez los dos fuimos cero kilómetro", suele presentarse mi amigo Mario Rodilla, un seductor incorregible. Se mueve por la ciudad en un escarabajo alemán casi original, aunque sostiene que es en lo único que aventaja a su rodado. Su cuerpo está entero, sin operación alguna, invicto hasta de apendicitis, intervención quirúrgica muy de moda en los sesenta. En cambio, a su "auto del pueblo" le abrieron el motor en varias ocasiones. En lo demás, asegura el chofer, tendrá un lugar en la historia mucho más importante que nuestra clase. Mario habla de nuestra generación como la que llegó tarde a todo, la que nunca pudo actuar por estar condenada de antemano, culpada de haber sido testigo de hechos importantes, conocedora de ojos soñadores que creían poder cambiar el mundo. Dice que siempre nos miraron de costado, investigaron nuestro entorno, nos prohibieron el uso de barba a cambio de un trabajo "decente" y no dudaron en "puentearnos" manteniendo a gerentes ancianos en sus cargos con el fin de pasar la posta a la generación posterior, usando de excusa a la cibernética. Alguna vez dijo que los sobrevivientes podríamos formar una secta que bien podría llamase "Testigos de Crueldad", ya que la crueldad siempre fue directamente proporcional a la cobardía y si de algo se caracterizaron nuestros maestros fueron de cobardes. Hoy el filósofo está contento, no es para menos, espera un nieto de su hijo más grande y un hijo de su tercera mujer. Está buscando un nombre que no lo condicione en su vida. No quiere equivocarse como con Aldo Pedro, su primogénito, a quien nunca le gustó el fútbol y siempre le reprochó esa carga en su vida. Cachito se anima a contradecirlo, no cree en eso de los nombres, demasiado con el apellido, que de ser cierta esta teoría todos en su familia serían traumatólogos o fisiatras. Cacho argumenta desde los juegos en la infancia. Allí está todo lo que quisimos ser y no fuimos. Se anima a desafiarnos. Nos pregunta a todos los concurrentes a la mesa si alguna vez pudimos ser bomberos, astronautas, vaqueros, superhéroes, aunque sea por un día. Cuando parece ganar la discusión de la noche, me mira fijo y me pregunta: "¿Vos que decís gordo al respecto?". Opto por escaparme de la mano de Ortega y Gasset, cito la única frase que conozco de él, "siempre es el hombre y la circunstancia". No sólo digo no estar de acuerdo con ninguna de las posturas sino que voy un poco más allá, opino que son una estupidez. Hubiera preferido la carcajada a este silencio de radio, a estas miradas cómplices, a este gesto del Willy antes de encender otro cigarrillo. Es mucho más fácil mentirme a mí mismo que engañarlos a ellos. Me vieron surcar calle Mendoza con mi corcel imaginario al mando de mi escuadrón gaucho vitoreando mis nombres, Martín Miguel. No se olvidan que prolongaba los carnavales disfrazado de El zorro hasta que empezaban las clases. Mi vergüenza me oprime tanto como la mirada de la víctima de esta mañana, cuando montado en mi caballo de dos ruedas, luciendo mi casco blanco, mis anteojos negros, mi bigote a lo Diego de la Vega y vestido con mi traje de inspector de tránsito elegí mi víctima como una alimaña busca una presa fácil en un gallinero. Me coloqué a la par de una vieja chata de reparto y haciendo un gesto propio de un caudillo le indiqué que se detuviera sobre la mano derecha. Registro, tarjeta verde y seguro. Siempre uso su nombre de pila para la estocada final.
"Bernardo, la revisación técnica, por favor". Después de un silencio prolongado, voy por todo: "Bernardo, no se haga el sordo, los dos somos hombres grandes, los dos mirábamos al sargento García mientras tomábamos la leche, Bernardo, llamo a la grúa o está dispuesto a darnos algún presente, somos dos". El infractor se apeó, me estrechó su diestra que nunca se unió del todo con mi mano a causa de un billete de cien, me miró a los ojos y me dijo irónicamente "espero que no le sirva para remedios". Le voy a hacer caso al repartidor, evitaré la farmacia, mañana mismo le voy a comprar lo que tanto desea Luis Alberto, mi hijo menor, parece que tiene talento el pibe, las alas de la música tal vez lo ayuden a escapar de los grises de una generación postergada hacia un horizonte dorado, tan dorado como el color del saxo que le voy a regalar.
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