CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Las primeras experiencias escolares me trajeron algunos contratiempos que eran causa de preocupación para mí, que en algún punto tenían una rara sensación, una especie de vergüenza, casi de humillación.
Antes de cumplir los seis años, mi madre me anotó en la Escuela Nacional Nº 156 no sin ponerme un guardapolvo, mis zapatillas marca Pampero, nuevas, con un cuaderno, un lápiz y una goma de borrar y me mandó a clase. Nadie me acompañó. Pienso que habrá supuesto que no era necesario, ya que vivíamos en un pueblo demasiado chico para tomar algún recaudo y por otra parte vivíamos a tres cuadras de la Escuela.
En la puerta de entrada me estaba esperando la señorita Lidia, aquel ángel guardián, aquella alma hermosa de mi infancia. Me acompañó hasta la puerta de mi salón donde estaban mis compañeritos, y compañeritas, y como yo llegué sobre la hora, ella me presentó al curso. Cuando fui viendo rostro por rostro, supe que ya los conocía a todos, porque la mayoría eran de mi barrio, salvo un par que vivían en el campo, muy cercano al pueblo y venían montados en unos caballos muy mansos.
Yo admiraba a esos niños que se subían a esos caballos inmensos, encima de esos cojinillos, que coronaban el apero criollo con el cual venían enjaezados. Los admiraba sobre todo porque yo era un pueblero, si bien a pocos metros de mi casa empezaba el campo, un detalle menor que no eximía mi condición de tal. Yo envidiaba a esos chicos, cuyos apellidos aún recuerdo: Alegre y Ruggeri. Los envidaba porque podían correr montados en esos pingos que yo suponía corsarios al oler el pasto de los campos. Corsario se les decía a los caballos que corrían, pero que respondían al mando y orden de las riendas. En síntesis lo que se llamaba un caballo rendidor.
Y hoy pienso, que con seguridad serían esos matungos que estaban ya fuera de todo servicio en la chacra, y servían para que los chicos fueran a la escuela y para tareas poco nobles, como por ejemplo tirar del carrito aguatero que llevaba el imprescindible elemento a los bebederos lejanos.
De todos modos, yo amaba al campo, y me tenía que conformar con mis esporádicos paseos hacia las chacras de mis parientes, para lo cual dependía de la voluntad de mi padre, como era natural en aquellos tiempos.
La primera humillación me la trajo mi goma de borrar, que más que cumplir su tarea me manchaba la hoja dada su mala calidad. Mi madre suplía esa deficiencia con pelotitas de migas de pan que cumplía mejor que la goma esa función.
Un día, la señorita Lidia, al llevarle yo una tarea muy desprolija, sacó del gran bolsillo de su delantal inmaculado, una inmensa goma blanca, que yo no había visto a nadie. En un santiamén borró la deficiencia y me devolvió el cuaderno:
--Hacelo de nuevo --me dijo-- pero antes con un sacapuntas me afiló la mina del lápiz.
Ella estaba sentada en una silla muy baja, no en el escritorio, y yo sentí el perfume agradable casi perturbador que emanaba de su pelo muy rubio que se abría en dos trenzas sobre su espalda.
Cuando volví a mi casa, conté a mi madre que la señorita tenía una goma que hacía más blanco el papel. Tal vez no fuera cierto, pero hasta hoy pienso que así fue.
Otras de las preocupaciones de ese tiempo era que los lápices de colores eran de tan mala calidad que cuando pintaba un cielo nunca era suficientemente azul ni el pasto tan verde como el real y el amarillo no daba una idea ni siquiera pálida de los rayos del sol.
Como es de suponer todo esto tenía un solo correlato. Como en mi casa el pesito era siempre escaso, mi madre sólo podía acceder a comprarme los pocos materiales con los cuales hacíamos frente al aprendizaje en aquel tiempo, muy económicos.
Todo esto, como se comprenderá me hacía sufrir mucho porque de tanto borrar sobre lo borrado, ponía el papel en un estado de delgadez que a veces se producía un agujero con el consiguiente reto de mi padre.
Un poco más adelante, yo tal vez habría llegado a tercero o cuarto grado, mi inefable abuela Laura tomó cartas en el asunto y me compró una goma, blanquísima, que borraba todo. Y además, un domingo luego del almuerzo cuando venía a tomar mates con mi madre, me regaló un juego de doce lápices de colores marca Faber, importados, que venían en un estuche de lata.
Y desde allí sí fue otra historia.
Porque comencé a pintar unos espléndidos cielos azules, unos pastos que parecían brillar con el rocío o con los rayos refulgentemente amarillos que sí producían una sensación de realidad, como si el dibujo no lo hubiera hecho un chico que llegó hasta aquí, para rescatar esta historia perdida.
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