rosario

Jueves, 7 de noviembre de 2013

CONTRATAPA › EL BOTE

Cámara oscura

 Por Beatriz Vignoli

"¿Usted sabe quién soy?" es el ladrido de guerra del Perro. Lo pregunta como si hubiera que explicarle; tal vez lo necesite. El Perro cree ser un negro pobre que por una rara mutación genética nació blanco y rico. Delira quijotescamente con que su escritorio de roble es una línea de montaje. Una vez, en una película, vio una fábrica. No soportaba el ruido y tuvo que bajar el volumen de su TV de plasma. Era una película realista y lenta: la toma duró un minuto. El Perro se confunde. Se confunde su camisa Ralph Lauren con un overol pero él no sabe de sudor, envuelto como está en ese perfume que aún comprado en el free shop le salió caro. Uno solo de sus conjuntos de ambo y pantalón costaría varios sueldos de un obrero de verdad. Pero él no afloja. Sueña despierto que saca de un táper percudido un familiar de mortadela mientras engulle su menú diario de entrecot con guarnición gourmet por el que deja un doce por ciento de propina sólo para escuchar una vez más el: "Muchísimas gracias, doctor".

"¡Doctor!". Yo no sabía que él tomaba nota, para su tesis de sociología salvaje, de cada puto dato de mi vida que inocentemente le contaba: "Caímos cuesta abajo del centro al barrio". "Allá por Bulevar Segui". Tomó nota de todas mis declaraciones torpes. Amasó en silencio su expediente en mi contra. Carátula: "Oligarca". El Perro cree que si mi recibo de sueldo contiene un número de solo cuatro cifras eso significa que no necesito la plata. "¿Usted sabe quién soy?". Todos saben quién es él. El Perro es un laburante. "Estoy trabajando", es su gruñido cuando lo interrumpen. Si está hablando con alguien y otro se entromete, el Perro siente un odio homicida contra el tercero. No le dice nada, pero lo fulmina con la mirada, y trata de no olvidar esa cara: es a quien nunca más saludará ni atenderá. El Perro es como el gato en el teorema de la incertidumbre de Heisenberg: no sé si tengo que hablar de él en presente o en pasado. A lo mejor no atendía mis llamadas porque verdaderamente no podía. A lo mejor era porque se encontraba en el único estado en que yo aceptaría sin protesto que no atendiera mis llamadas, el único en que realmente comprendo que no pueda: muerto.

"¿Usted sabe quién soy?".

Todos saben quién es, pero nadie sabe dónde está.

-Sabés -se desespera Irazusta. -Sabés que para los mozos de los bares somos invisibles, vos y yo. Un cliente pobre y solo, o dos, les destruye la rentabilidad de la mesa durante el tiempo que esté. Y ni te cuento si te sentás con un libro de quinientas páginas. La falta de apuro se nota. Las pocas ganas de gastar se notan. Viste que adonde van primero es a las mesas llenas de tipos gritones y energía. Hay que aprovechar las horas muertas, las épocas de crisis, las mesas desiertas. Si el lugar se llena, desaparecemos. Si los llamás es peor: vienen, pero ofendidos, y te tratan mal. Te tratan tan mal como para que no vuelvas nunca más; y si pueden, incluso peor. Son casos en que te los ganarías para la próxima si les dieras una buena propina; una propina que tiene que tener menos de propina que de coima. Así, con suerte, a veces podés lograr una solidaridad de clase: quebrar la violencia horizontal, diría Fanon.

-O ganarlos por la prepotencia, más bien.

-Agustín a veces se iba sin pagar. No les importa. No te pueden correr por un café. Hay dignidad en irse sin pagar: es demostrarles que te diste cuenta de lo poco que valés para ellos. Con Agustín nos creíamos invisibles hasta que comprendimos.

-La ceguera selectiva del esclavo.

-Sin pagar se iba y gritando: "Yo peleé en Malvinas". Chapeando con eso, con los ingleses que había matado; un papelón, una vergüenza, haciéndonos quedar mal a todos los compañeros, lo queríamos matar, él hablando de patria y de soberanía, él que era más anarquista que el Guasón de Batman. Agustín perdió casi todos sus amigos ex combatientes por esa pelotudez. Es imperdonable un ataque de nervios si allá afuera está lleno de buitres esperando que uno solo se vuelva loco para quemarnos a todos.

-No puedo creer que después de todo lo que pasaron, todavía tengan que remarla por un mínimo espacio de inclusión...

-No son mínimos, son lujos burgueses.

-¿Quién es burgués en esta ciudad, Colo?

-Casi nadie, pero todos se esmeran en parecerlo menos vos y yo.

-Señor, este animal no puede estar acá.

Tardo un segundo en comprender que el encargado se refiere a un literal animal: el perro negro que nos venía siguiendo y que se ha echado a nuestros pies bajo la mesa.

-Como poder, puede -salta Irazusta. -Que no deba, es otra cosa.

-Retírenlo de acá inmediatamente o llamo a la policía.

Entonces sucede el milagro atroz. El perro se levanta y se abalanza sobre el encargado del bar como una fiera salvaje, como un lobo rabioso. Le muerde primero los tobillos, haciéndole perder el equilibrio; luego le salta encima, lo echa al suelo con las dos patas y empieza a morderle la cara. Oímos un grito espantoso en medio del revuelo y el griterío que se apodera de todo el bar; lo que hasta recién eran hombres taciturnos se transforma en una bandada aterrorizada. La selva ha entrado aquí, con todo su olor a sangre. De pronto sale del baño un tipo, un tipo flaco y nervioso vestido con flamante ropa deportiva que desde detrás de las mesas de billar abre fuego sobre el perro con un arma de pequeño calibre y logra, ante la consternación general, salir huyendo del bar.

Se hace un silencio.

("Q. E. P. D.: Que El Perro Duerma", solía decir Aguirre. Tarde o temprano, vistos retrospectivamente, todos los chistes sobre la muerte resultan proféticos).

-Soy médico -grita Irazusta con voz firme, y se hace cargo de la situación.

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