Miércoles, 13 de noviembre de 2013 | Hoy
Por Mariana Miranda
Para Corina Calderón
Eugenia se cree que todos los caballos buenos van al Cielo. Que los caballos malos no existen, o casi no... Tan sólo saben tener mañas, algunas más fuleras que las otras. Tan sólo hay que conocérselas. Tiene la certeza. En su cabecita loca de los cinco años se resguardan, amontonadas, todas las creencias de la tradición familiar. Sabe andar en pelo a pesar de su altura y confía ciegamente en que los equinos son como una parte de su propio ser, una especie de mitad que, cuando está en tierra, a ella le falta.
Pero ella no conoce que más allá del campo, más lejos del pueblo inclusive, existe el Mar. Que el Mar es como una especie de campo pero sin tranqueras y sin tierra, tan sólo con agua, con agua, agua; con tanta agua junta que el final del mar no se ve nunca y se junta con el azul del límite del cielo que tampoco termina de acabar jamás.
Eugenia cree que tan sólo existen sus caballos, a los que prefiere por sobre cualquiera de sus muñecas y con los que ella disfruta pasar la mayor parte del tiempo. Ama la yegua pinta, la que le lame continuamente las orejas cada vez que puede pero que tiene un andar tan dulce y suave que es como montar una nube, una nube silenciosa y tranquila que es capaz de llevarla a donde ella quiera, así, sin sobresaltos, cuidándola como si supiera que cualquier trote o maniobra brusca la tumbaría sin remedio, arriesgando inútilmente su frágil estructura de angelito feliz, no tocado por las miserias de los humanos todavía.
Ella cree que el límite de su campo no termina nunca, así, como se lo dicen sus ojos, cada vez que ve la larga superficie sembrada, trabajada arduamente, duramente por sus abuelos y sus padres durante tantísimos años.
Ella no sabe que existen superficies enormes también, incluso tantísimo más grandes que el campo de sus padres y de sus abuelos, y que están repletas de sal, arena, o inclusive agua, en vez de ganados o cultivos.
Eugenia es feliz.
Retozando entre los girasoles henchidos de amarillos y cabalgando dulcemente sobre su yegua pinta.
Su reino es el verde.
Desconoce otros reinos.
Reinos hechos de mar, de desierto, de agua, de sal.
Eugenia no sabe que había otras superficies gigantes, mucho más gigantes aún que el campo de su familia.
Sabe que existe su mundo, y para ella, ningún otro mundo es mejor que éste.
No conoce de la existencia de la maroma líquida enorme y salada, tan salada que duele en la garganta el ángel de su sabor. De la multitud de peces que vuelan entre las aguas, nadando entre las corrientes como si no supieran que existen el aire, la tierra, y el campo.
Ella no conoce que entre las profundidades marinas existen otros seres, seres multicolores de luz, seres que se desplazan nadando entre las aguas como si volaran en el medio del líquido transparente, seres que tampoco a ella conocen, ni conocen su mundo, ni su yegua pinta, ni el campo de su padre, seres que morirían de pena y de asfixia si los sacaran del agua tal cual ella moriría de asfixia si la dejaran abandonada en el centro del mar.
Eugenia desconoce la presencia de los delfines, los tiburones, las múltiples especies de ballenas, el sinnúmero de variedad de peces y pececitos que pululan por allí, entre las múltiples correntadas marinas, destinadas a enfriar o a calentar los distintos sectores del planeta según las estaciones del año, migrando cual si fueran pájaros entre un sector y otro del océano según qué correntadas y qué días marquen los calendarios marítimos.
Eugenia desconoce la existencia de otros mundos, mundos crueles, mundos ajenos, mundos sin nombre, ignorados por el resto. Mundos en los que, tal vez, o no, seguro, existen otros seres, otros animales, otras plantas, otras atmósferas en donde otras criaturas saben existir a gusto, como si ése en particular fuese el mejor de los mundos y en donde se encuentran viviendo muy felices.
Eugenia no sabe, que en el fondo del fondo de los océanos, sobre todo en los mares del Caribe o en las correntadas de aguas cálidas, existen otros caballos, unos caballos que no tienen nada que ver con la yegua pinta a la que ella monta a diario y con la que disfruta las distancias entre los sembrados y los verdes y los árboles y los girasoles y los trigos, unos caballitos pequeños, pequeños, muy pequeñines, a los que todos, no sé por qué, por esas casualidades del destino, les dicen los caballitos de mar, a los que los oceanógrafos llamaron hipocampos hace mucho tiempo atrás, que tienen la peculiaridad de tener cuernitos extraños, hociquito como de jirafa tierna y una sola cola larga que saben enroscar y desenroscar, como si les hiciera cosquillitas tanto líquido, como si les diera sueño tanto mar, como si la sal se les enroscara en el estampado pardo de la pielcita, de esa pielcita de pez pequeñito, cruza de dragoncito del Medioevo y jirafita extraña que suelen pasearse entre las estrellas, las esponjas, los erizos y otros seres tiernos que habitan los fondos de las aguas.
Eugenia no sabe que existen, pero si lo supiera, también sería amiga absolutamente fiel e incondicional de ellos, de los caballitos del mar, porque su pasión por los caballos va mucho más allá que cualquier horizonte conocido, va más allá del tiempo, de la historia y de los seres que ha conocido y sería capaz de montarse a la grupa de cualquier hipocampo y pasearse con él, eternamente, por sobre el fondo de los océanos, buscando, buscando, los límites finales del paisaje del mar.
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