Lunes, 30 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
Para nada fácil era el camino de regreso a nuestros hogares después de haber visto perder a nuestro equipo, debajo de una persistente garúa de otoño y con el deprimente jingle de pinturería Martín en nuestros oídos. Tampoco era sencillo el retorno desde el club Español, después de haber planchado toda la noche, gambeteando razias en las madrugadas de domingos. Para estos casos era imprescindible la presencia de "finito" Medina. Capitán de una nave de fantasías con la que nos sacaba a pasear por un mar de ficciones. No dudaba en usar toda su categoría de cinturón marrón en judo para dejar en ridículo a todo aquel que lo tratara de mentiroso o se burlara de sus historias. Debo reconocer que perdí muchas horas de mi vida tratando de hacerlo reflexionar, en vez de relajarme a disfrutar de sus relatos. Creo que el "fino" sentía un poco de compasión por mí, por mi apego a la realidad, a los hechos tal cual sucedían, a mi falta de imaginación, a mi escaza gracia para contar un chiste.
Por aquel entonces los festejos de los cumpleaños eran violentos. Para salvarme del fusilamiento con la "pulpo" debía contar un cuento original que hiciera reír a la mayoría. A pesar de que rastreaba material inédito como un coplero salteño busca versos para su baguala, jamás pasé la prueba. Hay 8 de eneros en que todavía siento el ardor de los pelotazos en mi espalda. Uno generalmente se enamora de lo que no tiene, de lo que no sabe hacer, tal vez por eso lo admiraba tanto a mi amigo. Cazador de tiburones, Discípulo de Loche, Campeón de esquí, Amante con agenda completa, algunos títulos de sus cuentos quitapenas.
La última vez que lo vimos fue arriba de un Rastrojero, en el último viaje de su mudanza que le ayudamos a cargar. Con la mano izquierda tomado de la manija de la vieja Siam, levantó su brazo derecho y nos gritó "nos estamos viendo". Fue su mentira más verdadera. Se perdió para siempre. Aprendimos lo difícil que era vivir sin imaginación, sin fantasía. Las reuniones en las esquinas fueron más breves y empezamos a tomar taxis para el regreso. No hace mucho tiempo que nos empezamos a reunir con frecuencia. Tal vez para darnos fuerzas entre todos como hacíamos en la adolescencia, consumimos algunas pastillas de recuerdos a modo de analgésicos.
Todavía lo buscan a Medina, ahora no sólo por la guía telefónica sino que usan internet y Facebook, siempre consiguen datos erróneos. Mi escepticismo guarda un secreto. En plena crisis del 2001, subí a un remise en Villa Gobernador Gálvez, un móvil raro, oscuro, con música clásica suave, un chofer callado y un espejo retrovisor tapado con una foto de Bruce Lee. En ocasiones uno cuenta sus intimidades a cualquier extraño antes que a su compañera o amigos. Nunca me había pasado hasta aquella tarde. Me quebré en aquel asiento trasero. "Bájese" fue la orden del conductor después de detener la marcha. Antes de confundirnos en un abrazo me dijo "soy el fino". Jamás lo hubiera reconocido, era lo que quedaba de él. Me contestó con palabras de César Vallejos la pregunta que le hice con la mirada. "Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé". Hasta el color de voz había cambiado. "Yo estaba equivocado", siguió, "creía que el mundo era más humano, pensaba que los enemigos que debía enfrentar iban a venir de frente con reglas claras, como en el judo, viste, qué me iba a imaginar de estos monstruos invisibles y devoradores, de golpes traicioneros o de mi propia sombra subiendo por mis pantalones".
Entre otras cosas me contó que descarnado y ensombrecido había donado sus oídos, su nuca y su silencio a sus pasajeros para que pudieran descargar sus angustias en forma de historias. Me aseguró que en la mayoría de los casos superaban largamente su imaginación. A modo de despedida, con la mano izquierda en el picaporte de su Mazda, levantó su brazo derecho y me gritó "nos estamos viendo", pero esta vez los dos sabíamos mentir. Con el tiempo uno se va apartando de los hechos azarosos, se vuelca a lo místico, a las causalidades. Por algún motivo la vida nos cruzó a los dos. Si de algo estoy tranquilo, es que si el alcohol algún día suelta mi lengua, o simplemente decido traicionarme y contar lo vivido, sabiendo lo difícil que es transmitir una realidad más extraña que cualquier ficción, en mi caso y por más que me esmere, nadie me lo creería.
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