Miércoles, 8 de enero de 2014 | Hoy
Por Mariana Miranda
"La justicia es como las serpientes, sólo muerde a los descalzos...".
Monseñor Oscar Arnulfo Romero,
Obispo de San Salvador
asesinado en 1980.
Arrieta tenía el cuero encurtido y seco de los que habían conocido el trabajo desde siempre, el trabajo manual, por supuesto. Los ojos oscuros, también secos, dejaban entrever en el infinito de su brillo más que una pena, casi muchas, resguardadas muy lejos de la palabra, en aquél recóndito lugar del alma en donde se guardan las cosas que más duelen, justamente porque es preferible no nombrarlas. Las rajas de la piel, entrecruzadas en forma caótica e inadmisible, dibujaban, enloquecidas, al tuntún de los cuatro puntos cardinales, un mapa que daba forma a toda su fisonomía, concentrándose no sólo en el rostro sino también en las manos y, por sobre todas las cosas en el lomo. Ese lomo fulero que se las había sabido ver bien negras, andando en cañaverales, aterido de sol hasta los tuétanos en los esteros, quemado y ajado en los algarrobales inmensos, de allá, de su Chaco nativo, Chaco que lo vio nacer e irse, como a tantos otros, buscando algo más, algo más que el monte despostado, algo más que la seca continua y estéril, algo más que el horizonte infinito de nada, de nada, de más nada que acechaba reclamando algo de existencia, algo de vida, algo que no fuera desolación y miseria. Pero embarrado en la miseria vivió siempre, desde que nació. Sino no se hubiera llamado Arrieta, sino nunca hubiera conocido el trabajo manual, sino hubiera tenido el tiempo para ir a la escuela. Su color era como de olvido, turbio, ennegrecido por los miles de soles de los miles de días que se pasó en cueros, yugando, laborando para que alguien, casi nunca él, pudiera comer algo en la noche, pudiera tener algo que llevarse a la boca en la mesa. Ese cuero ennegrecido por el sol, plagado de rajaduras enmarañadas, pleno de envejecimiento continuo, que no podía mentir más la oscuridad de su raíz más real y más incierta, medio india, medio criolla, medio negra, totalmente absurda y completamente mestiza.
Había sabido vivir a veces en condiciones difíciles, casi acovachado diría, por decir algo, algunas en medio de las calles, las menos, gracias a Dios, algunas con otras gentes. Gentes como él, migrantes... Migrantes difíciles, hartos de seguir migrando entre tantos lugares, entre tantas miserias, entre tantos trabajos indignos, miserables, de burro de andar, de poner el lomo a lo bruto... Entre tantos andares, entre tantos viajes, entre tantos tránsitos, entre tantos pueblos, entre el pueblo y el campo, entre los campos y las ciudades, entre la ciudad y los desiertos, había sabido tener hijos... Unos cuantos... Hijos de ésos que eran como él mismo había sido: hijos de la Vida... Hijos de Dios... Hijos de Nadie y de Todos... En fin... Hijos.... Con algunas hembras había sabido permanecer bastante... Pero todos (o mejor dicho todas) sabían que eso mismo era mucho más que lo que su misma condición podía ofrecerles... Porque él era, todos lo habían conocido así, un migrante... De ésos que malllaman peóngolondrina... Digo malllaman, viste? Porque no está bien dicho que un peón sea como una golondrina... Bien que son felices ellas volando y yendo de una temporada a la otra de un lugar al otro, siempre el mismo cada vez... Otra que el peón... El peón se arrima en donde hái y dónde no hái mai, íbuéh!, vio?, se vai pa' otro lao... Es cuestión de necesidá más que náa... si hái se quea, sino se vai... es tan simple como que la lluvia viene después del calor... Así nomás... Había sabido tener, digo, entre laburo y laburo, entre mujer y mujer, un amigo, uno solo, de ésos que son como un hermano, un compadre, del que uno nunca se olvida por más que el tiempo vaya pasando y le termine anquilosando los recuerdos tristes a uno, de tal forma que se metamorfosean y uno se acuerda de lo más lindo porque a lo otro lo prefiere olvidar.
Eusebio se llamaba el otro, Eusebio Montes. Era un arriero, uno de aquéllos que saben andar montados por las pampas, llevando y trayendo ganado ajeno, bueyes, vacas, toros, terneritos. Un arriero fiero. Nadie le pasaba ni pizca por encima. Nadie se animaba, che. Eran todos muy guapos hasta que se lo topaban. Entonces nada, che. Como rata por tirante, chito boca y calladitos se iban sin más volver. No confrontaban. Con él no. Tenía ese dejo filoso en la mirada que nadie podía enfrentársele. Ese dejo filoso que no se sabía si era de indio, si era de malevo, si era de valiente o de malvado. Ese brillo inconmensurable que hacía que nadie, ninguno, por más que fuera, pudiera sostenerle la mirada. Mucho menos hacerle una guampiada por detrás. La amistad entre ellos fue ininteligible, como son, por otro lado, tantas otras amistades. Se conocieron por casualidad, en una de las tantas pagas. En ese momento, el patrón del Eusebio era el mismo que el del Arrieta. Ahí, Arrieta estaba peleando por lo suyo, vale decir, porque le pagaran lo que en realidad le debían, cuando Montes, extrañamente, porque él jamás se metía con nadie, intercedió a su favor. Para que no lo puenteen, como siempre hacen los patrones. Y como el patrón sabía tenerle cierto respeto, más bien decir, cierto cagazo, le pagó al otro lo que hubiere correspondido sin ningún pero ninguna intercesión de ningún tipo de naides. Y ahí empezó, como quien dice, esa amistad entrañable y larga, tan larga, por esa cosa incomprensible que tienen las amistades entre los hombres, entre Arrieta que era un calmado, un callado, un sufrido, un explotado, y el otro, el Eusebio Montes, que era un gallardo, un guapo, un justo, un leal, un pendenciero, pero un pendenciero de lo justo y derecho, de lo que él mismo consideraba un innegociable, porque las cosas justas no se negocian, son o no son, y si no son, hay que pelearlas, así como le peleó la paga al patrón ese día que lo conoció, así él peleaba todo, y como a él todos le tenían sino respeto, el mayor de los temores, al final las deudas se terminaban saldando por lo justo y por lo exacto, porque él tenía ese sentido de Justicia tan alto y tan serio como sólo sabían tenerlo los hombres de tierra adentro. En cambio Arrieta no, viste?, él tenía por seguro que él había nacido explotado y debía morirse igual, explotado, miserable. A lo mejor era eso justo lo que lo envenenaba al otro y lo hacía interceder por él en todas partes, como la primera vez, con ese ahínco de defenderlo, de protegerlo del rufianismo impar que andaba sembrado reproduciéndose apurado por estos lares, por estos lares de este país que siempre mentía, que mentía siempre, que seguiría mintiendo cada vez más.... Y Montes había sabido defenderlo a Arrieta cien veces, mil veces, ante cualquiera. A lo mejor porque sabia que él no era que no sabía defenderse, tenía asumido que no debía hacerlo porque no era lo que correspondía. Lo que correspondía era yugarla y yugarla, sufrirla y padecerla, como su madre, como su abuelo, como los tantos hijos que había dejado regados por ahí...
Desde entonces habían campeado juntos, para un lado y para el otro, como correspondía, porque más que compadres se hicieron compañeros y por sobre todo compinches, compinches de andar juntos, de vivir juntos, de compartir todo y lo poco que hubiera cada vez, no como tantos otros que se pelean mucho porque lo que hay a repartir también es mucho... Con él Arrieta no tenía problemas, porque al fin y al cabo, eran migrantes los dos... Migraban juntos... No como las hembras que había tenido... No como los hijos que le pedían que se quedara, para hacer algo decían, para tener algo... Con Montes él iba a donde fuera, iban juntos... Donde había laburo ahí iban... Un tiempo.... Después a otro lado... Después a otro... Así... Como las golondrinas, vio?... Cuando había se chupaban... Tinto y asadito... Como los buenos amigos. Alguna moza para festejar... Una buena hembra, de ésas que ya no quedan... Una hembra se cruzó. Una sola. Hembra. Alta, morena, insolente. Hermosa como la noche de luna llena era. Por más que fuera morena Clara era el nombre. Era difícil. Insolente. Coqueteaba con los dos. Como todas las hembras. Se regalaba en forma continua sin darse con nadie. Se metió en el medio. Como un diablo. Como dicen que son de diablo todas las mujeres. Metió cizaña. Llevaba. Traía. Al uno le hablaba mal del otro. Al otro le hablaba mal del uno. Y se acostaba con los dos. Eso sí. Era por turnos. Los dos sabían. Nada más que ninguno lo quiso reconocer. Clara era joven. Hermosa. Un día amaneció muerta. Tajeada a rajatabla por todas partes. Como era el cuero de Arrieta de tantas arrugas. Así estaba su cuerpo de cuchilladas. Montes lo hizo. Estaba en sus ojos. Le faltó con otro. No con Arrieta solo. Con algún otro que también metió al medio. Y eso ya fue el colmo. ╔l no lo aguantó. No lo supo aguantar. Y lo hizo. Y Arrieta. Con ese sentido oscuro y turbio de lo que para él era la Justicia, lo tajeó al toque. Porque él la quería. Puta y todo, la quería. A lo mejor por eso de que no era de nadie. No se entregaba con nadie. Era como él. Huraña. Se arrimaba a pasar la noche, nomás. Como una perra. Como las perras. El cuchillo estaba ahí. El facón largo de Montes que él acababa de usar para dominar a la yegua que se atrevió a hacerle eso. El facón con el que la había cortado toda. Arrieta pegó el grito y achuró, ahí nomás, como quien carnea ganado. El otro quedó duro del asombro, del terror. Nunca se esperó eso del amigo, del compadre, del compañero. Los gritos sonaron en la vecindad. Ni siquiera osó defenderse. A lo mejor porque sabía que en realidad en algo se lo merecía. Y Arrieta, que toda la vida yugó, que toda la vida soportó, que toda la vida fue explotado, cortó, cortó y cortó. Clavó, clavó y desclavó y volvió a clavar. Una vez, dos veces, diez veces, veinte. Como si estuviera matando a su vida misma, no al amigo, al único amigo que había podido tener en esta puta vida de mierda, en esta puta y corta vida de soportar sacrificios. El estertor del otro con el asombro en la mirada le quedó pegado en el recuerdo. Era su único recuerdo. El único recuerdo que le pudo sacar el Juez de Instrucción en la indagatoria cuando él, cubierto de sangre seca, de la sangre de su amigo, del único amigo que había podido tener, de la sangre de la mujer, la única que no había podido ser suya, empezó a declarar, en un turbo e ininteligible discurso atropellado, de cómo fue, que Eusebio Montes murió en sus manos, con su cuchillo de caza, el que usaban para compartir asados, el que usaron para carnear terneros, el que usaron para repartirse la autoría de un homicidio doble bastante fulero...
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