Lunes, 13 de enero de 2014 | Hoy
Por Víctor Maini
De todos los apodos que le habían llovido, el de "cucha e` perro", había sido el más permeable. Así se lo conocía a este viejo sin nombre, que pisaba la plaza Alberdi todos los días, callado como la suerte. Su ropa sucia, gastada y arrugada, fue quizás lo que inspiró a quien lo bautizó. Inspiraba miedo y resultaba evidente el gusto que eso le ocasionaba. En ocasiones sobre actuaba sus movimientos rápidos, volvía sobre sus pasos y se quedaba mirando fijo hacia la nada como una estatua. Su pelo y barba blanca, sedosos y limpios contradecían su aspecto desprolijo. Observador empedernido, su mirada filosa ponía nervioso a muchos vecinos. Acostumbraba a hacer sus necesidades en la vía pública. Sus lugares preferidos eran la puerta del banco, el frente del geriátrico, vidrieras de algunos comercios, cajeros automáticos y algunos autos. Nunca se había animado a mojarme mi carrito pororero, si bien merodeaba mi lugar de trabajo mirándome fijo y silbando bajito, jamás me había faltado el respeto como lo hizo aquella tarde.
Creo que las dos gotas de orina que salpicaron la punta de mi zapato fueron la excusa necesaria para desatar mi ira, mi impotencia ante los dos meses sin verla ni escuchar su voz. Lo tomé fuertemente de las solapas gastadas de su saco, lo arrastré hasta dar su espalda contra las rejas que circundan la calesita y cuando me apresté a pegarle, me dijo con voz serena, "no se gaste, que ya estamos muy golpeados, nadie puede matar a un muerto". Lo solté de inmediato y le pedí explicaciones. Me dijo que no podía evitarlo, que era más fuerte que él. Que era una manifestación de su cuerpo en defensa contra la agresión constante de la hipocresía social.
Me recordó que en la tarde anterior la señora de Aguirre, esclava del esclavo de la EPE por más de treinta años, me había saludado con un "qué tiempo este, parece que va a llover de nuevo!", a lo cual este humilde vendedor de maíz pisingallo, portador de un amor imposible atravesado en su mirada le respondió "qué tiempo loco éste, verdad?". Citó como causa de su accionar el diálogo entre dos personas que tanto tenían para decirse y preferían hablar de lo obvio. Mi silencio lo tomó como aceptación y aprovechó para iniciar su monólogo. "Mis desechos son agua de rosas comparado con el gas venenoso de sus almas en descomposición. Acaso no ve usted que los niños juntos con los enamorados y los idealistas no tocan el piso cuando caminan? Que a los dibujos animados les puede pasar un tren por encima, o explotarle un arsenal marca ACME en la cara al Coyote que nunca van a morir, porque son como los sueños, sólo mueren si se los abandonan. Que los que se olvidaron de esta verdad se arrastran por la plaza abatidos por el peso de su mochila llena de culpas?".
Su voz potente empezó a llamar la atención de algunos transeúntes, me excusé diciendo que debía ir a comprar azúcar para mi negocio, pero pareció no escucharme. "O me va a decir que no escucha el ruido a cadenas de los matrimonios que tratan de quemar la tarde del domingo? No alcanza a ver los ojos de vidrio de los ocupantes de los autos que vuelven de dar la vuelta al perro? Y qué me dice de los que miran el río como si fuera una avenida más, vacíos de lunas y de amaneceres, que sólo tiene ojos para computadoras". Cambié de estrategia, traté de intimidarlo. "De lo único que me doy cuenta es de su locura, usted no entiende del lenguaje ceremonial que se desprende de una buena educación de la que usted carece". Fue la primera vez que me mostró su risa irónica antes de contestarme: "No aclare, que oscurece mi amigo, sus palabras sólo contradicen a su primer silencio, es decir lo ratifican". A modo de despedida y bajando el tono me dijo "no se aflija que no lo voy a volver a molestar, deseo fervientemente que llegue el día que usted mismo orine su propio carro, de lo contrario dudo que tenga para ofrecer algo más que un copo de nieve". A los pocos minutos de su partida, mi celular me marcó la llamada deseada. Pude leer claramente su nombre en el visor, pero no la atendí.
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