CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
A Angie Quiroga y Gastón Malgieri, que abren y comparten caminos.
Pongo la pava sobre el fuego de la cocina y pienso. Siempre pienso. Es difícil librarse de esa tiranía en la que se suceden imágenes, frases, palabras, incluso sobre las cuentas que hay que pagar, en especial sobre lo que hay que pagar! Yo sólo pienso nimiedades. Una tras otra. Tengo que lavar las sábanas, revisar el mail, habrá contestado Ana?, no quise incomodarla, la verdad es que no quise, quiero abrazarla y decirle que no me importa nada más que su compañía, que lo demás lo veremos, soy una idiota, mi boca no sabe cerrarse a tiempo para evitar enojos. La quiero, la extraño. Podríamos tomar unos mates ahora y hablar de los colibríes que tanto le gustan. Acá siempre se ve uno por la ventana de la galería. Hoy todavía no vino, ayer tampoco, como si él la extrañara también. La pava se va calentando. Adentro, el agua, se mueve. Suelta burbujas de gases disueltos en ella, según lo que aprendí alguna vez. Pienso en las burbujas que estallan como si fueran bombas y van haciéndose lugar en el aire cercano a mi cuerpo. Ocupan espacio, demasiado espacio. Pienso que no puedo respirar, que no es lo mismo que no poder hacerlo, y me asusta sobremanera la idea de las bombas, de la guerra. La guerra está lejana y cercana a la vez. La guerra también ebulle dentro mío. Y si la llamo en lugar de esperar que me conteste? Sí. No, antes tengo que terminar mi trabajo. Antes tengo que moverme. Ablandarme más. Soltarme. Pero imagino mi silueta como la de una estatua. Nada me conmueve, pareciera. Ni siquiera ella? Ella sí, pero tengo que esperar para hablarle. Creo que la lastimé, sí, de otra forma ya me hubiera llamado. Le escribiré otra vez si no contestó todavía. Yo no me animo a llamarla, no soy tan valiente. Pienso en la imposibilidad de moverme. El aire se enrarece. Sin pensar (sin pensar?) apoyo las manos sobre el mango de madera de la pava, una sobre la otra. Es un gesto que imito de mi madre. Mi madre: cuántas actitudes heredé de ella. Cuántas evité a conciencia. La pava y el cigarrillo... Me falta el cigarrillo! Voy hasta la mesa y pienso que el encendedor no está, como siempre, y que el que está al lado de la cocina sólo hace unas míseras chispas. Estoy podrida de las chispas que sólo sirven para calentar una pava. No importa, pienso, la hornalla está prendida. Me arrastro. Vuelvo a pararme al lado de la cocina. Enciendo el cigarrillo con la hornalla y me observo al prenderlo: igual que mi madre. Siento el calor del fuego sobre las pestañas. Alguna vez me las quemé así. Nada de metáforas acá. Me río de la ocurrencia. Qué idiota soy! No debí ser tan dura con ella. Apoyo el codo del brazo derecho sobre el aire que rodea mi cintura, sostengo el cigarrillo entre los dedos índice y medio entrecerrando el resto de la mano. Un puño abierto y cerrado a la vez. Pienso que me gusta ver el humo. Me va matando el humo y eso me gusta. Lo miro y pienso que no puedo escribirle. Ni una idea como la gente. Estoy imposibilitada para escribir algo decente. Algo decente! Qué idiotez! La pava empieza a hacer un ruido extraño, como si fuera un motor sin suficiente energía para mover los pensamientos que tienen la mala costumbre de estar presentes de una manera totalitaria. Inútiles. Pero me enseñaron que es importante pensar, discernir, razonar. No, no me enseñaron nada de eso. Me enseñaron que tenía que ser buena. Buena hija, buena esposa, buena madre. Lo pienso y me río. Nada de eso soy. Una sonrisa triste y vengativa, pensará alguno. No. Es sólo una sonrisa. Hice de mí lo que pude, hago de mí lo que puedo. Y no me sirve para contar una historia, no me sirve para contarle a ella que anoche vi a una niña, ensimismada, desplegando con obsesiva tranquilidad un abanico de tarjetas de colores sobre una mesita ratona, sentada en el suelo, inmune a todas las miradas. En los ojos de la niña estaba ella. Lo pienso y me enternezco. La pienso. Pensar, como si pensando se pudiera calentar una pava el tiempo justo para que no se queme la yerba. Apago el fuego. Preparo el mate, teniendo cuidado de sacudir el exceso de polvo, como me enseñó una amiga hace ya muchos años. Pienso que somos un acopio de imposibilidades. Y alguna que otra posibilidad. El tercer mate viene con palos que flotan sin gracia en el pequeño estanque verde. Verde como mi lengua, como mi estómago. Pienso que voy a tomarme estos mates y que voy a seguir pensando en lo que sí puedo hacer.
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