CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
"1- Ubicación; espacio y tiempo". Era el primer punto de una guía para redactar que alguna vez nos acercó mi maestra de quinto grado, cansada de corregir escritos sobre "La vaca". Un escritor de diez años, generalmente conjuga verbos en presente y futuro. Con el paso del tiempo, buscando tibieza en algún recuerdo, para principiar por el principio o para no olvidar mis orígenes se me hace difícil no ubicarme en el pasado. Mi ciudad se levanta frente a una excepción, un horizonte movible, un camino de agua, un espacio sin tiempo. Rafael Alberti nos dejó escrito, "La eternidad bien pudiera, ser un río solamente, ser un caballo olvidado y el zureo de una paloma perdida". Con el orgullo del que carece la montaña, hay que molestarse hasta su orilla para disfrutarlo. Hay gente que lo ve, otros lo miran y existimos los que nos miramos en él. Frente a esta espacialidad, si dejamos de comer, de fumar, de hablar, de movernos inútilmente y nos dedicamos a escucharlo es posible conectarlo con nuestro río interior. Él siempre está dispuesto a decirnos algo nuevo, con la ventaja del no tiempo, como en los sueños, casi tan sabio como el viento. En principio no dudé de su masculinidad. Noches enteras cantando en peñas "por ser mujer sos la tierra/ y yo por hombre soy río...", estrofa de Anocheciendo zambas, de Aníbal Cufré, fue quizás lo que me hizo creer y creerme río. Al poeta Jorge Fandermole se le ocurrió homenajear a su amada comparándola con un río: "...animal de barro que huye/ que como la vida fluye /sin volver nunca a la altura..." Fue lo que me llevó a ver el lado femenino de mi maestro. Cuando amanecíamos en mesas de bares filosofando sin saber, mi amigo Adrián sostenía algo parecido. Decía que la mujer era mucho más fuerte que el hombre, que olvidaba más fácil, que por llevar la vida adentro huía para adelante con la misión de defenderla. Sostenía con énfasis que ella sabe más que nadie que enamorarse no es volver a ningún lugar sino que se trata de llegar a un nuevo sitio y que nosotros inventamos el tango para poder mitigar la puta nostalgia. Terminaba siempre con su frase máxima, "el pesimista es aquél que cree que todo va a estar peor, el optimista es el que sabe que todo va a empeorar". "La mujer, hermanos, es optimista por naturaleza", decía mientras llenaba vasos vacíos con cerveza. Nunca voy a saber de dónde salió aquella mujer, a veces pienso que siempre estuvo allí, otras que el Paraná me la trajo y, en ocasiones, se me hace que nunca existió. Lo cierto es que en una noche sin luna en que no sólo escuché su voz de agua sino que llegué a percibir su silencio, su secreto. Después de haber aportado mi afluente de agua salada y de haber llegado a una comunión perfecta. Cuando había decidido caminar por su lomo como cualquier linyera pisa durmiente tras durmiente en una vía muerta para perderme entre sus islas en pos de recobrar lo perdido, mi capacidad de creer en lo no probable, mi sentimiento a flor de piel, mi sabiduría en diferenciar las sensaciones verdaderas de las falsas, los enamoramientos de los amores verdaderos, la soledad del vacío. Cuando estaba a punto de cruzar el espejo, de entrar en lo mágico, en lo intemporal, en lo eterno, sentí aquella mano maternal presionar mi hombro izquierdo fuertemente y con voz segura de rescatista demandarme, "señor, señor, me dice la hora".
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