Jueves, 20 de febrero de 2014 | Hoy
Por Víctor Maini
a Mario Alfredo Gazzola
Muchas son las cosas que me hermanan con Mario. La primera, el haber sufrido una hermana algunos años mayor. Roles de hijos, muñecos, cómplices y mercenarios que aprendimos a la fuerza. A veces nos unía un vínculo de hermanos, siempre un amor infinito. Descubrimos el mundo de mujeres adolescentes de clase media baja en los principios de los setenta sin quererlo, más bien contra nuestra voluntad. Los fines de semana de penitencias o con lluvia, nos obligaba al encierro, debíamos soportar la transformación de nuestras casas en peluquerías de campaña. Entre tortas fritas, mates y Sábados Circulares se fabricaban "la toca" con el cabello, mientras se preparaban durante todo el día para los bailes de la noche. Solamente cuando Pipo Mancera presentaba a un catalán que decía cosas como "...yo amo los mundos sutiles/ ingrávidos y gentiles/ como pompas de jabón..." se producía un silencio no pedido, purificador. Las charlas sin treguas resultaban cansadoras tanto por el tono como por el tema recurrente, los hombres. Todos los muchachos del barrio estaban etiquetados, caratulados y archivados como no deseables. El Titi, muy kilombero, el Gringo, muy sucio, Luisito, muy raro, el "Bueno", muy aplastado y el Oreja, muy agrandado. El desconocido, el neo, era el que se llevaba lo elogios. Material disponible para transferir sus deseos como hacían con los posters de la revista Antena pegados en las paredes de sus cuartos, un hombre fuerte pero tierno, divertido pero familiero, conversador pero no mucho, con plata pero humilde y sobre todo que las quisiera solamente a ellas. Cuando Adriana un día se preguntó en voz alta si existiría un hombre así, la gorda Vilma fue tajante en su respuesta, "si no existe, habrá que hacerlo". Por suerte estaba Carmen Gamíndez perdida en aquel grupo. Gracias a su existencia aprendimos a no generalizar. Su timidez parecía guardar un tesoro, que cuando lo habría salían sólo palabras de amor. Enemiga de las medias medallas y las medias naranjas, recitaba poemas de Alfonsina Storni. Sostenía que las personas eran como los libros, que lo importante estaba en su contenido. Sufría la posición pasiva que le imponía el sistema, justo ella que manejaba como nadie la palabra debía esperar que un carilindo se animara a sacarla a bailar para después arruinarlo todo en la primera frase. Paradójicamente escapábamos de aquel claustro los lunes por la mañana camino a la cárcel. "Sabés lo que dijo la tarada de mi hermana?, que el sodero de la Liverpool es igual a Illya Kuryakin y que hay un chofer de la línea E igualito a Paul McCarney". Al pisar el umbral de la escuela la conclusión nunca cambiaba: "Están todas locas". Todas, menos la Gamíndez, de quien nunca hablábamos. Creo que siempre estuvimos enamorados de ella pero nunca lo confesamos. Podíamos hablar de mujeres, pero nunca de la mujer amada o deseada. Nunca supe si lo hacíamos para protegerla o para protegernos. Muchas son las cosas que me hermanan con Mario. La última, el silencio. Alguna vez Culín Galfione, agudo observador de la realidad, dijo que el loco de la plaza Buratovich, quien se pasaba hablando todo el tiempo en el que permanecía despierto, no lo hacía con su amigo invisible como creía la gente. Que debía tratarse de un cobrador, un adversario o apenas un conocido, porque con un amigo se comparten momentos de misterio, de secretos, de contemplación compartida. Nuestros silencios llevan implícitos muchas preguntas y algunos aciertos. Creo que nunca vamos a saber, ni siquiera imaginar, lo que hubiera podido hacer una mujer enamorada por nosotros, así como vivimos en carne propia de lo que puede ser capaz esa misma mujer desairada. Nuestros paréntesis de nada, encierran también al dolor que conlleva olvidar un olvido. Acudimos a la magia para remontarnos a un tiempo en el que éramos otros para poder reírnos de las mismas historias. Eso sí, cuando desde algún televisor colgado en las alturas de un bar, o desde el parlante de la radio de su auto, se escucha la voz del Nano diciendo "... cuando el jilguero no puede cantar / cuando el poeta es un peregrino/ cuando de nada nos sirve rezar...", los dos ofrecemos el mismo enternecido silencio.
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