rosario

Martes, 4 de marzo de 2014

CONTRATAPA

El olor del tabaco

 Por Cecilia Reviglio

El olor intenso no dejaba lugar a dudas: Algo se quemaba cerca. Empezó a sentir cómo se le aceleraba el pulso y de pronto tuvo dificultades para respirar. En el mismo momento en que vio con pavor que un humo blanquecino se colaba por debajo de la puerta en la pequeña habitación donde estaba encerrado, se despertó. Su corazón palpitaba con fuerza dentro del pecho. Estaba acostado boca arriba y su cuerpo, mojado de sudor. En el techo, las alas de un ventilador giraban lenta y sistemáticamente. La luz que entraba por la ventana indicaba que era de día, de tarde. Pero ésa no era su casa ni su cama. Miró hacia la ventana y descubrió a Sofía sentada en canastitas a su lado, fumando. La sábana le cubría las piernas y la cintura y le dejaba el torso desnudo al descubierto. El pelo caía largo, lacio y rubio y le tapaba buena parte de la espalda y del perfil. Tenía los ojos fijos en el frente y miraba como sin ver mientras se llevaba el cigarrillo a la boca de manera automática. La conocía hacía tanto tiempo y no recordaba haberla visto fumar. Tampoco creía haber percibido nunca un dejo a tabaco al saludarla. Sí recordaba, en cambio, la fragancia a fruta madura que parecía salir de su pelo o de la zona detrás de la oreja, más precisamente de ese lugar del cuerpo donde la piel del hombro se encuentra con la piel del cuello, formando una especie de cuenco. Si hubiera tenido que identificarla con un olor, hubiera sido ése, casi desde el principio. Pero nunca la había asociado con el aroma del cigarrillo que ahora llenaba la habitación y lo había despertado.

Sin saber muy bien por qué, pero sin poder evitarlo, rozó con sus dedos la rodilla de ella, que se escapaba por debajo de la sábana. Sofía lo miró de pronto, como venida de muy lejos, e intentó una sonrisa que fue más bien una mueca. Le dio una nueva chupada al cigarrillo y dejó que el humo saliera despacio, formando en el aire una línea fina que se iba desdibujando en la distancia.

"No sabía que fumabas", murmuró con voz ronca y un poco torpe.

Ella se encogió de hombros y sin mirarlo, respondió: "Ocasiones extraordinarias". Y en seguida aclaró: "No necesariamente buenas. Fuera de lo común, nada más".

El sonrió en silencio. Volvía a reconocerla. El sarcasmo en tono exponencialmente anodino era su marca registrada, eso mismo que lo había hecho observarla a la distancia y en silencio durante mucho tiempo, hasta que había sido ella quien se había acercado con alguna excusa que ya no recordaba. De a poco fueron descubriendo gustos e intereses comunes, compartiendo historias y confidencias, y finalmente se volvieron amigos.

Ella regresó a su mutismo, la vista en el frente, el gesto automático de llevarse el cigarrillo a la boca. Él le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja para poder mirar mejor su perfil y la besó en el hombro. Era la primera vez que la veía desnuda. Había imaginado su cuerpo muchas veces, en la época en que la miraba de lejos y también en los primeros tiempos, cuando empezaron a acercarse sin saber muy bien en qué terminarían. Pero hacía años que no fantaseaba con su cuerpo. Y de pronto se encontraba allí, metido en su cama, con ella a su lado, desnuda, desnudo también él, sin saber qué hacer ni qué decir ni qué sentir.

Todo había sucedido rápidamente. Habían almorzado juntos después del trabajo. Ella estaba como ansiosa, hablaba atropelladamente y eso era raro en ella. Cuando un chiquito se acercó a pedirles una moneda, le había contestado con intolerancia. Él la había reprendido con la mirada y había llamado al niño para que volviera a acercarse. "Vení, petiso. Llevate esto", había dicho extendiéndole la bolsita de las papas fritas, todavía tibias. El chiquito se había acercado temeroso y triunfante a la vez, le había arrebatado casi de la mano las papas y, antes de desaparecer corriendo por la peatonal, la había mirado y con sorna le había sacado la lengua. Ella abrió la boca para quejarse y, en el medio del gesto indignado, la voz se le cortó en la garganta. En lugar de sonido, su cuerpo despidió lágrimas. Él, sorprendido, le tomó la mano que descansaba sobre la mesa y la miró interrogándola. Ella se zafó de la caricia enseguida, se secó la cara y, esquivando su mirada, sonrió mientras murmuraba: "No me hagas caso. No pasa nada. Se ve que hoy estoy sensible". No volvieron a hablar del tema. Terminaron de almorzar mientras comentaban cuestiones banales. Pero algo en el aire se había espesado y la conversación ya no fluía. Luego, habían caminado en silencio hasta la casa de ella y cuando en la puerta del edificio se habían detenido para despedirse, en lugar del beso en la mejilla con el que siempre se saludaban, se fundieron en un abrazo seguido de un beso en la boca. "Querés subir?", dijo ella mirándolo a los ojos. Era una pregunta retórica: ya estaban entrando en el edificio. Después, no habían dicho nada más hasta que él hizo el comentario sobre el cigarrillo.

El teléfono celular sonando entre las ropas que se habían sacado atolondradamente lo sobresaltó. Se levantó apurado, revolvió en la maraña de prendas que estaban al pie de la cama hasta encontrar su jean y, en él, su teléfono. Lo atendió sin mirar quién llamaba. La voz cariñosa de Muriel del otro lado de la línea lo hizo sentir culpable inmediatamente. Habló en voz baja, de espaldas a la cama y a Sofía. Balbuceó alguna excusa que le pareció más o menos creíble para justificar su tardanza, respondió que sí, que llevaría el álbum de figuritas que había prometido a su hijo y afirmó con vehemencia que demoraría un rato más en regresar a su casa. Al volver a la cama, percibió el sarcasmo en el rostro de ella. Ya había terminado el cigarrillo pero aún quedaba en el aire el sabor a tabaco, el mismo que encontró en la boca de Sofía, cuando intentó borrarle el gesto de la cara con un beso. Ella se dejó besar pero no se movió. En cambio, estiró la mano para buscar y encender otro cigarrillo. Dio la primera pitada con fuerza, expulsó una gran bocanada de humo y volviendo a perder la vista en el frente, musitó: "Ya está. Ya cruzamos la línea que respetamos todo este tiempo. Y ahora?".

Ahora era él quien apartaba la vista. Tenía la cabeza gacha y se empeñaba en mirarse el ombligo mientras sentía por primera vez los ojos de ella sobre su nuca, aguijoneándolo. Él empezó a decir "Mirá, Sofía...", sin mucha certeza de lo que seguiría pero ella lo interrumpió poniéndole su mano sobre el muslo, tocándolo por primera vez desde que se había despertado: "No digas nada" dijo con inesperada ternura. "No hace falta. Somos grandes. Estas cosas pasan".

Entonces, él la abrazó y ella lo refugió en sus brazos, como acunándolo. Se quedaron largo rato así: ella fumaba y con la otra mano peinaba el pelo crespo de él, mientras el suyo, largo y lacio, le rozaba los hombros. Él estaba seguro de que aunque quisieran hacer de cuenta que nada había pasado, ambos sabían que esa tarde de principios de verano no sería una confidencia más, aunque fuera un secreto que nunca compartieran con nadie, aunque nunca más volvieran a mencionarlo, siquiera.

Cuando la luz fue volviéndose más tenue en la ventana, él se desprendió del abrazo y empezó a vestirse en silencio. Ella seguía sentada en canastitas en la cama, fumando un cigarrillo, uno más.

"Me voy" dijo él, ya vestido.

Ella lo miró con sus enormes ojos claros y él pensó que esa tarde estaba más hermosa que nunca, tanto que le dolía. Sofía sonrió en silencio y levantó la mano que tenía libre, mostrando su palma a modo de saludo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, como en el bar, al mediodía. Él quiso decirle algo, quiso acercarse, volver a tocarla, volver a sentir ese olor a fruta madura en el cuenco que se forma entre el cuello y el hombro. Pero no pudo. No quería volver a oler esa fragancia contaminada con el olor del tabaco.

"Nos vemos, dale?" susurró, entonces.

"Dale" respondió ella, indiferente.

Cuando cerró la puerta detrás de sí, supo que cada vez que la viera o que pensara en Sofía, el aroma a fruta madura tendría una reminiscencia agria a tabaco. Ya en la vereda, respiró profundo mientras buscaba con la vista un kiosco donde comprar el álbum de figuritas que su hijo estaba esperando. Encontró uno en la cuadra siguiente. Volvió a llenarse los pulmones del aire fresco del atardecer, caminó hasta a la esquina y cruzó la calle.

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