Martes, 8 de abril de 2014 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
A mi lado está sentada una mujer. Ocupa el lado de la ventanilla que da a la costa. Debe estar acostumbrada al trayecto. Va serena, como si no tuviera deudas con nadie, mucho menos con ella misma. Sus ojos están clavados en el asiento de adelante y los dedos mansos permanecen apoyados sobre un bolso de tela con retazos cosidos a mano. Pienso en mi abuela. También los años le trajeron ciertas tranquilidades. Yo voy incómoda y ansiosa. Parezco una abeja inquieta y perturbada por sorber el mundo. El viaje hasta Mar del Plata fue largo y estoy cansada. El colectivo está lleno. En el pasillo no cabe ni un alfiler. A mi otro lado se apretujan dos o tres cuerpos, parados. Un hombre de unos cincuenta años, de traje, está concentrado en su teléfono. Qué hace un hombre de traje viajando de Mar del Plata a Miramar en verano? Una mujer vestida para ir a la playa, de mi edad, mira su reloj con una calma propia de quien conoce el camino. Un adolescente con los auriculares puestos escucha música tan alta que hasta puedo oírla a través del silbido del viento que entra por todos lados. Pink Floyd? Un adolescente escuchando Pink Floyd? Bueno, por qué no. No es privilegio de cierta edad ese fluido.
No conozco el mar. Antes de llegar a la terminal de Mar del Plata pensé que podría verlo desde el colectivo. Pero no. Y ahora tampoco alcanzo a verlo. Años soñando con este momento. Años imaginando un color, un aroma, un cielo uniéndose en el horizonte. No llega el mar. Mi cabeza tiene una única dirección: la ventana. Hasta Miramar no son muchos kilómetros, pero son los suficientes como para querer ver algo más que mis pies y personas a mi alrededor, a las que -evidentemente- no les interesa el mar. Acostumbradas están. Lo que es la costumbre... "Es la primera vez?", me sorprende la voz de la mujer que me recuerda a mi abuela. "Sí", contesto enérgica. "No conozco el mar". Su sonrisa amplia y su mirada brillosa responden a mi urgencia, como diciéndome: ya casi, ya estás acá.
De pronto la ruta se eleva. Va más alto con la ayuda de mi cuello y de mis ojos. Ya estoy acá, es cierto. El mar aparece, majestuoso, lo ocupa todo. Todo lo invade, como la vida entre las grietas. Todo lo inunda, como la muerte cuando llega. Un escalofrío baja por mi nuca y se irradia hacia los brazos y las piernas. Me sacudo violenta y brevemente. Desde los auriculares, la voz de la cantante de "The Great Gig in the Sky" irrumpe en su tono más desgarrado, como si la mismísima muerte cantara. "And I am not frightened of dying", dice la canción. No tengo miedo de morir, susurro y una lluvia empaña mis ojos. Se transforma en río. La mujer a mi lado me observa, sin dejar de sonreír pero moderando el gesto, como si quisiera dar a entender que sabe lo que siento. Su mano derecha toca mi hombro y se desliza por mi espalda, atrayéndome hacia su cuerpo, sin forzar. Qué extraño! No la conozco y sin embargo... Me dejo, dejándome ir con el río, dejándome llegar al mar. "Llorá, llorá todo. El mar sabe guardar todas las lágrimas. De tanto observar el capricho de sus olas, me enseñó a llevarlo en la mirada y ahora cuando lloro, lo hago acompañada en sus mareas", me dice como si estuviera recitando un poema de Girondo. Sí, ya estoy acá. Aún sin haberlo tocado, el mar está en mi mirada. Para siempre.
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