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Domingo, 18 de mayo de 2014

CONTRATAPA

Realismo mágico

 Por Javier Chiabrando

Luis Buñuel decía, citando a Breton, que el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver y disparar contra la multitud. Era un acto poético que se podía definir como una subversión de la realidad, un atentado al mundo tal cual es. Don Luis se creía revolucionario en tanto había pensado (aunque no realizado), este acto poético, hasta que se mudó a México y se dio cuenta de que lo que para ellos era un hecho poético y a la vez revolucionario, en México era moneda corriente.

Curiosamente, Don Luis llegó a México escapando de la guerra civil española (cuyas consecuencias continúan hoy) y de dos guerras mundiales, donde, nada poéticamente, se habían cocinado millones de personas como si fueran pollos, y gaseado y baleados otros millones. Aun así, le llamaba la atención que en México una persona matara a otra porque le había hecho tres veces la misma pregunta. Esta idea (y no por culpa de los surrealistas) está instalada. Se resume así: Europa sigue y seguirá representando la razón y Latinoamérica a la pasión (que incluye la violencia gratuita de la que hablaba don Luis).

La aparición del realismo mágico, con un abanderado tan prodigioso y aluvional como Gabriel García Márquez, pareció darles la razón. En Latinoamérica nada es predecible, la gente no hace lo que la lógica dicta, y hasta vuela en ocasiones (el cuento Un señor muy viejo con unas alas enormes); por lo tanto es merecedora de ser parte de ese realismo mágico, que es atractivo para leer pero no tanto para vivir, a menos que, como sucede con muchos europeos del centro, represente la libertad que ellos sienten que no tienen por motivos diversos (el capitalismo te deja hacerte el loquito hasta ahí nomás, después te hace chas chas en el cerebro).

Para que se entienda lo que significa que un escritor y su mundo se tomen como símbolo de una cultura, recordemos a Borges lamentando que nuestro libro de cabecera sea Martín Fierro y no Facundo ("Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y sería mejor"; y de paso me pregunto si para Borges hablar del gaucho y del compadrito no podría verse como una forma de dotar a nuestra cultura naciente de una épica que sirviera para escapar de esa idea de la muerte por capricho a la que me refería al principio); pensemos también en lo que significaría que tomemos como libro representativo de la cultura actual de los EEUU Psicópata Americano, de Bret Easton Ellis, la historia de un yuppie que de aburrido, mata.

Pero la muerte es la muerte. Es decir el fin de la vida. Por muchos muertos que nosotros tengamos (y tenemos), no hemos ocasionado ni participado en guerras de millones de muertos, no hemos tenido guerras religiosas, y apenas hemos incurrido en lo que la jerga llama limpiezas étnicas. Las únicas que recuerdo son la que los españoles hicieron con los indígenas al llegar, tarea que en nuestro país completó Roca con la campaña al desierto.

Seguramente la confusión nace en que la guerras territoriales o económicas están comprendidas por las generales de la ley del capitalismo. El mundo progresa también a través de las guerras. Se fabrican y venden armas, se anexan territorios con petróleo, etc. Y las guerras religiosas son una estrategia más del vaticano para construir o preservar poder. Para que Francia siguiera siendo católica, mataron a diez mil hugonotes en el siglo XVI y luego enviaron alcahuetes a cada rincón del país para aclararle a la gente que San Miguel se le había aparecido al Rey y le había dado la orden.

Igual, sea como sea, hagamos lo que hagamos, hagan lo que hagan, a nosotros nos ven peores, más impredecibles, capaces de actos surrealistas extremos, gratuitos, incapaces de llegar a horario al trabajo y de ser respetuosos de ese orden que desea y necesita el poder económico que gobierna el mundo. No importa que no hayamos sido nosotros los creadores del nazismo, del estalinismo, de la limpieza étnica, del capitalismo, del colonialismo y de la globalización. En ciertos casos ni siquiera los hemos ni heredado ni practicado. Igual siempre seremos peores.

A 1500 kilómetros de París está Kosovo (más o menos la distancia que hay entre el lugar dónde estoy escribiendo y Rosario), donde hace un par de décadas (contemporáneo a la guerra de los carteles de Colombia), murieron cien mil personas, hubo un millón de desplazados y una limpieza étnica sistemática. Comparado con eso, la guerra de los carteles colombianos es casi anecdótica, y los muertos de los enfrentamientos políticos recientes en Venezuela, son un vuelto de moneditas olvidadas en el bolsillo.

Por motivos que para entender habría que leerse muchos libros aburridos, sigue siendo más indignante la supuesta represión de Maduro que en Damasco, que está a 3500 kilómetros de París (la distancia entre Buenos Aires y Lima), se libre una guerra civil (con trasfondo político, quizá religioso) donde contar muertos se debe haber hecho aburrido. Porque lo que sí es una barbaridad es matarse por pasión o por capricho, que en ciertos casos es lo mismo.

Pero el asunto que verdaderamente importa no es Buñuel ni Gabriel García Márquez, ni cómo nos ve Europa, sino como llega y se instala ese discurso en nosotros. Baja como un discurso de la centralidad europea, y además baja porque nosotros vivimos abajo según se fabrican los mapas. El discurso llega (llegó hace rato), se instala y echa raíces. Y mucha, pero mucha, gente se lo toma en serio porque llega de París, como la moda y la cigüeña. Si en París se usa, debe ser bueno. Si se dice, debe ser verdad.

Esta debilidad. Esta dependencia. Esta herida en nuestra autoestima ha causado estragos en nosotros, y nos ha puesto de rodillas ante otras culturas o sistemas que dudan menos y que se sienten más dotados. Si bien no han creado el mito de nuestra incapacidad adrede, la utilizan adrede para negociar, para vendernos candidatos, productos. De ahí que la televisión pase todo el tiempo la misma muerte o accidentes irrelevantes. Es para ponernos en ese rincón desde donde sólo podremos negociar comenzando por pedir perdón por ser tan gansos. El aporte del catolicismo es fundamental, porque nos empuja a ser dóciles y esperar a que el cielo nos dé lo que la tierra nos niega. O a poner la otra mejilla también ante el conquistador, el vendedor o el comprador.

Ya como argentinos, no estaría mal volver al ejercicio básico de recordar nuestro santuario, el que nos dice que a pesar de ser un país que se cae del mapa y que ha sido saqueado repetidamente, fue capaz de dejar huella donde había un camino. Perdón por la chiquilinada, pero tengo que cerrar la nota así: creamos el tango, tuvimos un movimiento de rock nativo de los más creativos del mundo (el tercero para mí después de EEUU e Inglaterra), el mejor chofer de la historia, grandes tenistas, uno especialmente (de cuando el tenis se jugaba con raquetas de eucaliptus y no como las de ahora que juegan solas), de los cinco mejor jugadores de fútbol de la historia, tres (tal vez los primeros) son gauchos, tenemos un papa y una reina (de puro culo, pero los tenemos), hicimos lo nuestro en otros deportes, parimos al Che, el ícono más importa de la rebelión contra la opresión, y un largo etcétera.

Y ya más cercano, fuimos capaces de enfrentar a los caraduras del FMI y otros alcahuetes, de plantearnos otro camino que los que el imperio propone, algo que ni Europa ha podido. Así que con todo el respeto del mundo hacia los escritores que hacen volar a sus personajes, cuando algún extranjero nos mire como si fuéramos personajes de García Márquez, hay que decirle: "realismo mágico, que te recontra". Y después sí, sentarse a releer Cien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada en homenaje al gran Gabo, salud.

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