Sábado, 31 de mayo de 2014 | Hoy
Cuando se saca el puñal de la palabra es para abrirle las tripas al silencio, dice mi amiga dragona, levantando un poco la voz, o tal vez, bajándola demasiado. Por una u otra razón, todos hacemos silencio para oírla y eso es lo peor que puede ocurrir porque cuando la escuchamos con tanto interés se ve obligada a hablar y lo que dice va de atrás para adelante, de afuera hacia adentro, de cualquier rincón hacia los cedazos de la mente, de allí al tamiz de los latidos. El principio activo, por lo tanto, no es ya la comunicación sino las variaciones léxicas de sus figuras. Más de uno se pregunta si ella es una persona o un libro. Un ángel o una cascada. Más de uno, o sea dos, cree que los dragones son reptiles de cuatro patas.
Según me ha confesado, cuando las palabras son arrojadas al discurso desde la superficie de la boca, por la propia agitación de la charla, corren el riesgo de caer en el mismo lugar que todas caen, de decir las mismas cosas que todas dicen, y ese riesgo aceptado por la mayoría de nosotros, los hablantes, a ella le produce un terror lingüístico que la vuelve balbuciente o extremadamente callada.
Cuando uno saca el puñal de la palabra es para abrirle las tripas al silencio, dice, y puesto que todos escuchamos con atención, siente que sería cobarde no seguir diciendo.
En estas ocasiones, miles de palabras asisten a su encuentro. Ella piensa que yo exagero, pero estoy segura de que todas quieren pasar por su boca, quieren ser dichas por primera vez, quieren traspasar los límites del sentido y el sinsentido con las que las ha dividido la semántica feroz.
Cualquiera diría que ella escribe y yo pinto, porque mientras la escucho no la contemplo sino que me dedico a dibujar unas flores que sólo yo sé que son flores y unos consuelos que sólo yo sé que son consuelos, los cuales nacen gracias a ese tumulto de palabras lobas, palabras rubí, palabras lámparas que empiezan a fluir como chorros de constelaciones desde su boca.
Lo que dice viene sin ser palabras, o bien éstas vienen como ventrílocuas hasta que son pronunciadas en su propia voz, que es la voz de mi amiga dragona. Y si me permito decir todo esto, es porque yo las conozco desde hace tiempo, las he visto salir de mil maneras de entre los pliegues del lenguaje. Las he visto vestirse y travestirse como amantes locas capaces de hacer un amor que no es puramente de hombre ni puramente de mujeres con su falo celeste y sus tetas dulcemente envenenadas.
Mientras mi amiga dragona le abre las tripas al silencio me detengo en la palabra pelirroja que se para en puntas de pie sobre el filo de la copa y les hace señas obscenas a las demás. De pronto éstas, menos sátiras, tienen miedo de ser degolladas por mi amiga dragona, temen ir rodando por las mesas como espectros sin memoria, temen caer en la boca abierta de algún fantasma y ser repetidas hasta la eternidad como un ronquido hueco y oscuro.
El espectáculo nunca es el mismo. El terror de las palabras tampoco. Cada una de ellas llena el código de la lengua como puede. Es como si una mosca grande y solitaria proyectara su sombra por el lenguaje y mi amiga dragona la espantara, la convirtiera en sortija y el lenguaje, por pura poesía se nupciara como una novia recién amada.
Cuando uno saca el puñal de la palabra es para abrirle las tripas al silencio, dice y yo dibujo cosas que las propias palabras podrían decir que no existen, dibujo porque cualquier intento por reproducir en palabras eso que ella dice sería tan inútil como un amante casto.
Mi amiga dragona pertenece al rango de aquellos que no pueden permanecer en los días sólo viviendo, sólo nombrando. Parece un modo raro de vivir, pero en ella es tan natural como un hechizo.
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