CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
¿Irás, Irazusta?
Puedo ir y volver, volver aún y unir, dando toda una vuelta, girando en el loop de mi órbita como un pesado planeta que retorna: el retorno de Irazusta. El retorno del Colorado Ira, que tenía el pelo del color de Marte. Retorno a sus hogares, como dice el zumbo retirado que vende mapitas celestes de Malvinas. (Hace mucho que él no se lo cruza).
Retorno. Todos los losers que venden cosas chinas arriba de los bondis en Atopia repiten esa frase: retorno a sus hogares. Ecos de la guerra en las voces de la miseria, en las voces jóvenes del pueblo que ya nada saben de chocolatines robados.
"Volveremos, Colo", le dicen, en una nueva pesadilla amable, Sosa y el Agus. Y él se despierta en medio de la oscuridad, a la hora de Irazusta, a esa hora temprana cuando todavía no se sabe si amanecerá y la espera de la luz aún no es espera, todavía es esperanza. "Volveré y seré yo. Me levanto, me abrigo, me calzo las zapas que nombran la victoria y salgo. Al frío de antes del alba. Corro cortando el aire. Dejo que el frío insista, porque esa es mi absurda forma de olvidarlo. ¿Cómo olvidar el frío? Volviendo a él, planeta que retorna, nacido bajo un Marte retrógrado y con el pelo rojo, encanecido por la triple espera inútil: que renazcan los muertos, ganar, que se me ame", piensa.
Retorno. Harto Marte del equilibrio en Libra, inclina la balanza.
Y entonces Irazusta se cansa de correr, se cansa de dar vueltas y vueltas y vueltas por el parque, se saca el buzo y una vez en casa se da una ducha tibia, se seca, se viste y va al trabajo. Ya desayunará una vez allí, en la cantina del hospital donde el saludo lo calma: "¡Doctor!". Eso lo calma, lo pone en el presente. Es la grabación que tapa la anterior, el grito de "¡Soldado!" que él escandía: sol dado. Así dolía menos.
Cuando él trabaja es Buda, es zen, él es los otros. El trabajo lo borra, lo hace no ser, lo calma: largas horas de paz. Los otros no pudieron tener esto. O algunos sí. Muy pocos. El se salvó masticando un elixir que le lavaba el pasado y lo uncía al día. Un metabolismo singular, capaz de volver estimulante un depresor: ese descubrimiento lo salvó. Cobayo de sí mismo, hiperdopaminérgico Irazusta, autodiagnosticado.
Gloria al silencio en que mantuvo su secreto en el fondo de la sangre.
A la tarde, él guarda el guardapolvo y sigue a su planeta. Lo guía un invisible olor a rosas rojas. "Un catorce de junio": oye esa frase. Conoce al que dice y lo peor es esto: a Ella se la dice. Siente que llega tarde. Que al último beso de su vida está llegando tarde. Es el bar de la esquina frente al diario donde trabaja Ella; el doctor Irazusta y su planeta rojo sabían que Ella iba a estar ahí. Pero no vaticinaron la presencia del otro.
El otro lo saluda. Eso le da esperanzas: quizás él y Ella sean amigos. O a lo mejor es de perdonavidas, de manso ganador que lo saluda. ¿Cómo puede saber, un conocido, el hermano del Agus, qué siente él por Ella? No sabe. O le contaron los planetas. (Como ir asusta, Irazusta ya no lee el horóscopo del diario de la cantina en la mañana; ha cambiado el ritual. Ha bajado programas. Antes de ver al primer paciente, él ya consultó el mapa celeste, las efemérides astronómicas del día. Más desea, más teme).
No responde al saludo, anticipándose a un posible desaire de la mujer sentada. El arte de no sufrir es lo que mejor ha cultivado. Igual se sienta cerca. El otro baja la voz, pero no tanto. "Un catorce de junio, justo el aniversario de la derrota, mi cuñada salió del coma. Mi hermano quiso ir a verla", cuenta. El ya sabe la historia. Sabe el final. O al menos una parte. Ahora está dispuesto a escuchar lo que falta. Pero el otro se calla; le pregunta algo a la mujer y hace un gesto con la mano, como diciendo "Esperame", y camina hasta el mostrador del bar. Es la oportunidad dorada de Irazusta para acercarse a Ella, pero él no lo hará. Ella, desde su otra mesa, lo contempla. El mira la pared. Se siente un cobarde, pero no puede evitar esa inmovilidad que lo acomete. Entonces Ella se para. Camina hasta la mesa donde él está sentado. El hermano del Agus se da vuelta; de lejos, desde el mostrador, le sonríe. De nuevo lo saluda. No hay rencor en su voz; no se lo ve ofendido por el desplante inicial, que parece haber tomado como un descuido involuntario. El le responde sin ganas, con la mirada. Y el hermano del Agus se acerca muy despacio hasta la mesa donde Ella lo ha tomado del hombro a él y le susurra:
-Salvé los papeles.
-¿Los de Agustín? ¿Sus poemas?
-Sí. ¿Cómo está el hombre?
-¿Quién?
-El herido por el perro. En el bar de barrio Tablada...
-Ah... bien. Recuperado totalmente.
Le vienen recuerdos como de otra vida. Pero le dice al otro:
-Hola, Droopy. ¿Cómo va esa buena vida? ¿Ya soltaste la pala?
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