Sábado, 21 de junio de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Alberdi es un barrio irreconciliable con los noctámbulos, con los errantes insomnes. Por lo menos un día de semana cuando los relojes ya dejaron atrás la primera hora de un nuevo día. Pero yo no puedo dormir: aunque el paseo parece una mala idea -o, por lo menos, una forma estúpida de exponerse por callecitas oscuras y desoladas- me encamino hacia las luces del bulevar en busca de un bar donde aguardar al sueño esquivo. Pretender contar historias todo el tiempo es, a veces, una pelea contra la rutina, la falta de tiempo y tus propias limitaciones. Una pelea que además ahuyenta el sueño y te empuja a paseos absurdos en plena madrugada. El de hoy, tal vez, sea un día de esos.
En verano es otra cosa. Hay que hacer unas cuadras hacia el río y la costanera aguarda con su vigor estival. Un amplio repertorio de bares al aire libre, con sus luces de neón y la música al nivel justo para mantenerse por debajo de las conversaciones; el rugido infaltable del escape de una moto a alta velocidad; el tránsito aliviado pero estable. Si no es muy tarde en las horas largas de verano que suceden a la cena y se estiran algo más allá de la medianoche, aferradas al alivio de la brisa ribereña, se encuentran familias en la vereda de la Rambla Cataluña. Matrimonios echados en reposeras que llevaron en el baúl del auto, chicos correteando entre caminantes y bicicletas, perros que ladran inquietos, alguno que espanta el hambre comiendo un choripán en un carrito. Pero hoy es una noche fría, de campera hasta el cuello, y el bulevar Rondeau me parece más prometedor.
Alberdi tiene alma de pueblo, fisonomía residencial y conflictos de urbe. De noche, las veredas entre Rondeau y el río -angostas, de casas con jardines y ausencia comercial-, se transforman en opacos pasadizos con ventanas somnolientas que no ven lo que sucede.
-Antes todo esto era campo -me dijo un día el viejo Caminiti, abriendo los brazos como para abarcar todo lo que se podía ver-. Estaba esa casa de la esquina, la mía, y poco más. Teníamos un bote allá abajo, y a veces nos íbamos a pescar.
"Allá abajo" es la Rambla Cataluña. A mí me resulta muy difícil conciliar lo que veo con lo que me dice mi vecino. Hago la prueba de borrar las calles, tumbar las casitas con techos de tejas y jardines, desbaratar el cableado eléctrico. Queda una zona imaginaria desde donde se ve la bajada hacia el río, zanjas, árboles de buena sombra. Pero borrar la Rambla me resulta imposible. Hay que eliminar la arena, los bares, la avenida, reformar la barranca. Demasiada urbanización pasó por encima del recuerdo del viejo Caminiti como para que yo sea capaz de apreciarlo.
No sé por qué rememoro esa conversación mientras camino. Tal vez porque de noche ese pasado parece más factible, menos absurdo. Apuro el paso junto a la pared desnuda de la cancha de básquet del Club Federal, cruzo Agrelo y me meto enseguida en las veredas anchas del bulevar. Aunque sea hay tránsito. Casi todo está cerrado, son comercios destinados a las horas diurnas que ahora muestran rejas y persianas. En una esquina encuentro una pizzería con mesas en la calle; todas vacías salvo una donde dos hombres conversan sin pasión. Parecen hacer tiempo. Adentro, un saxofonista y un guitarrista animan la velada de unos quince comensales que se amontonan en una mesa larga. Supongo que se trata de algún tipo de festejo.
Las luces de la farmacia Tantera -el resplandor verdoso de la cruz, la franja de luz que chorrea desde la puerta hasta el cordón- resaltan como un faro. Dos tipos en bici me miran pasar. Sigo de largo y me arrimo a un bar que está del lado del bulevar opuesto al río, en la esquina de la plaza Alberdi. Hay una pareja sentada afuera; adentro, un encargado y dos mozas que esperan la hora de cerrar. Le pregunto si hago tiempo de tomar una cerveza y me dicen que sí.
Supongo que todos los bares, todas las noches, encierran alguna historia. O personajes que se presten a imaginar alguna. Pero en este, acaso, el único sea yo; el tipo solo que en una noche fría toma una Stella Artois y fuma un cigarrillo tras otro, sin hacer otra cosa que mirar el paso de los vehículos por el bulevar o las sombras que el viento dibuja en la plaza. La pareja de la otra mesa parece de lo más normal -o todo lo contrario-: nada de trampa, ningún rencor, todo sonrisas y conversación. Las mozas miran TN. El encargado me mira de reojo calculando la hora de cerrar. Se pregunta, acaso, qué hago acá. No sabría decirle si salí en busca de algo para contar o si solamente estoy huyendo de la frustración de no encontrarlo.
De pronto, la historia inesperada llega. O acaso no; acaso subyacía en mi rutina, aplastada por urgencias y deberes, el ruido de motor de colectivos, las voces de la gente y de la radio, los llamados telefónicos y los emails. Pero ahora, mientras naufrago en el desvelo de una noche serena, la historia empieza a asomarse. La esbozo en el aire. Pruebo el tono de la primera frase hasta decantarme por la primera persona y una memoria melodiosa. Suena bien y me entusiasmo: empujado por ese prodigio, por la maravilla de ese acto de concepción en el momento menos esperado, me pongo a recitar párrafos completos en voz baja. Armo y desarmo frases en el aire. Agrego y quito pausas. Suprimo redundancias y cambio aliteraciones. Le pongo el punto final en el mismo instante en que sirvo el último vaso de cerveza, con la convicción y el entusiasmo de haber logrado una historia modesta pero respetable.
Ahora me queda emprender la vuelta. Pero es demasiado tarde. Sé que me espera el rito de desparramar zapatos y prendas, el lento sumergirme en sábanas quietas para entregarme por fin al sueño porque mañana tengo que arrancar temprano. Sé también que despertaré, pocas horas más tarde, todavía con la sensación de que esa historia me envuelve. Que aparecerá, algo fragmentada, en la ventanilla del colectivo mientras me acerque al trabajo y volverá de a ratos a lo largo del día, como una falsa promesa. Pero sé, también, que a la noche siguiente cuando trate de sentarme a contarla, me aguardará el vacío de palabras perdidas, la íntima y feroz desolación de cuento ausente que dejan siempre estas historias efímeras y evaporables que se tejen en el aire y después se pierden. La certidumbre de saber que ya nunca escribiré esa historia que ahora el viento arrastra hacia el bulevar, en esta noche absurda de insomnio.
Pero qué importa.
Escribiré sobre la pérdida de las historias tejidas en el aire, sobre los paseos nocturnos en busca de historias que no llegan, o sobre cualquier cosa que me permita seguir intentándolo. Pretender contar historias todo el tiempo es, a veces, una pelea infructuosa. Pero, como me dijo alguien hace poco, lo que importa no es el resultado, sino que sea una buena pelea. O por lo menos aguantar de pie, esperando la campana, con la ilusión de un nuevo round.
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