CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
16 de junio
Despiértenme cuando pase el mundial. Y no es que no me guste el fútbol. Tal vez me guste, o no, no lo sé, no tuve oportunidad de jugar al más popular de los deportes. Si no hubiera nacido en un cuerpo leído como mujer hubiera tenido la suerte de hacerlo alguna vez sin que fuera inmediatamente descalificada por el entorno y tal vez hubiera podido patear en el campito y tal vez -con un poco más de suerte- hubiera accedido a un club. Y allí tal vez -sólo tal vez y con un poco más de suerte-, me hubiera destacado con la zurda o haciendo un gol con el culo y me lo hubieran celebrado, porque tal vez costaría millones. Mi culo y mis piernas también. Pero eso no pasó. Y seguro no tomé nota o no entendí dónde está lo popular en el espectáculo del mundial. Se me perdió entre tanto gol televisado y estadio millonario. Me voy al campito, a tomar mates.
17 de junio
Todavía es raro de ver. Una mujer, en una estación de servicio, al costado de la ruta, al costado de una ciudad de la pampa húmeda, toma un café. Hay diez mesas. Todas ocupadas por varones, excepto la suya. Las conversaciones giran en torno a los partidos del mundial, a las cotizaciones de granos y a algo alrededor de motores. No alcanza a entender. No le importa. Lee un cartelito adherido al vidrio que oficia de pared, justo sobre su mesa: PROHIBIDO FUMAR. Siente unas irresistibles ganas de prenderse uno, adentro. Apura el café y camina lento hacia la puerta. Afuera, no puede asegurar haber dejado de ser una extraña.
18 de junio
Una de las lechuzas colgada del barral para cortinas -sin cortinas- me observa con sus ojos enormes, siempre abiertos. Las otras dos me ignoran por completo. Sus ojos están hechos con botones, cosidos a mano, le dan un aire duro a su mirada. Desde mi pereza cotidiana me pregunto si no se cansará de ver siempre el mismo paisaje: una silla, una mesa, una puerta a la libertad, yo, mi pereza. No sé si es feliz, pero está siempre atenta. Me dan ganas de coserle un par de párpados, móviles, para que pueda descansar. Para que yo pueda hacerlo.
26 de junio
Todo termina, pero cómo me cuestan los junios, sus finales. Ya no quedan hojas secas por pisar. El cielo es de asfalto como la ruta que de cualquier modo no me acerca a vos. Se me instala un aire sólido, helado, entre las manos. Hubiera preferido el otoño para siempre de las siestas niñas. Hubiera preferido el otoño para siempre del fuego piquetero de aquellos jóvenes. Mis vísceras están hechas de la materia del otoño y ahora no sé por dónde me voy perdiendo.
29 de junio
Durante la madrugada tomé del cubo que hace las veces de mesa de luz, uno de los varios libros que tengo empezados. No podía dormir. Una tos imposible sacudía mi cuerpo mientras leía: "La vida es física". Algo tan inmaterial como un verso, me hizo registrar una vez más la dolorosa e intransferible materialidad de mi pecho, mi espalda, mi garganta, mi nariz. La vida es física, por eso ahora, en este presente mío, la memoria de quienes no puedo tocar ni me tocan es un vano y triste consuelo.
9 de julio
Lxs niñxs y las mujeres están entre "lxs más pobres entre lxs pobres" -como dice la canción de Pedro Guerra. Son los botines de todas las guerras, lxs muertxs de siempre. En Gaza y en cada territorio. La muerte nos gobierna. Disculpen mi pesimismo, en este día.
***
Mientras la tarde se exhibe ajena a mi desánimo en este invierno extraño, una amiga me escribe un whatsapp invitándome a caminar. Le contesto que sí. El sol alivia, me digo confirmándome una obviedad. El punto de encuentro entre su casa y la mía es la plaza central de la ciudad. Son las tres y media cuando empiezo la marcha y las calles están vacías. Me produce extrañeza abrir la puerta: en la intersección de la avenida y el bulevar siempre transitados donde vivo, sólo se escucha el ruido de espera del semáforo. Al vernos, el abrazo es tan cálido y silencioso como la siesta. Recorremos las calles desiertas. Hablamos de nosotras, de nuestras vidas. Nos reímos. Lloramos. Cada gesto se amplifica como si estuviéramos en un túnel. A las horas y bajo el mismo mutismo pero ya sin sol, nos despedimos en el lugar del abrazo. En una esquina me encuentro con dos pibes que lavan coches. Unos tres o cuatro metros nos separan, voy delante de ellos. Somos los únicos cuerpos visibles. Silencio. Uno de ellos lleva una pelota de tenis en la mano, la hace rebotar contra el piso. Es lo único que escucho durante las siguientes cinco o seis cuadras. Pienso: esto es poesía: una pelota de tenis usada como una pelota de básquet mientras la mayoría mira por TV una pelota de fútbol en el Día de la Independencia. Qué súbita alegría.
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