Lunes, 8 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Víctor Maini
"Las bromas se devuelven igualito que los favores, buena suerte Robinson Crusoe", me gritó el lobo Atilio aferrado a los viejos remos. Mario, sentado en la popa, no pronunció palabra alguna, por una sencilla razón: nadie puede reírse y hablar en el mismo momento. Dos misterios encerraban para mí en el parque Independencia: la bendita isla y el almanaque de flores que cambiaba mágicamente día tras día. Cumplía con mi primer sueño, aunque en condiciones no deseadas. La venganza estaba en el aire y no había vuelta atrás. Me acordé del profe Bernal, mi entrenador de básquet, deporte que nunca me apasionó pero al que me había condenado mi altura. El entrenador autodidacta nos daba charlas para vencer el miedo escénico antes de competir. Realicé los ejercicios respiratorios pre partidos en aquel escenario flotante bajo la atenta mirada de dos monos, dueños del espacio aéreo. Después de recorrer el lugar palmo a palmo, me senté sobre una rama para mirar la gente pasar. La felicidad reflejada en los rostros de los niños que les daban de comer a los patos o de aquellos otros que pescaban peces de colores usando las cubiertas de autos a modo de mediomundos nunca los había apreciado desde la orilla. El viento me traía también nítidas palabras de gente que paseaba entre réplicas de columnas griegas y llamas del altiplano, ayudantes de fotógrafos urbanos. Un padre, en su día de visitas, recibió de su hija más pequeña una pregunta que sonó como un disparo. "Papá, ¿acá estamos cerca de la casa de mamá?". Una pareja de enamorados, mirándose a los ojos, empecinados en hallarse en el otro, surcó el lago en silencio. Otra, a pesar de la intención del remero, no modificó la actitud vanidosa de su compañera de mirarse en el espejo del agua. Inconfundibles chupineros, vestidos con saco y corbata, acompañados de carpetas atadas con elásticos, abordaban las embarcaciones decididos a protagonizar verdaderas batallas navales. Pero, si en algo me detuve largo rato fue en los movimientos de Antonio, el encargado de alquilar las canoas. Un personaje único e inconfundible, una especie de duende del parque. Si bien conocía sus movimientos de memoria, desde lejos, creí entenderlos. Caminaba apurado, casi corriendo, con su cuerpo tirado levemente hacia adelante. Observaba su enorme reloj pulsera constantemente. Cada veinte pasos, miraba hacia atrás y volvía sobre sus pasos como un animal enjaulado. Desde la isla, el sonido intermitente de su silbato, sonaba como un canto triste de un pájaro perdido en la nostalgia. Insultos, discusiones, altercados con los ocupantes de las embarcaciones por exigir su devolución antes de tiempo, era cosa de todos los días. Desde el mirador de mi arrecife me percaté de su apuro interno e inexplicable, percibí su reloj de sangre como amo de su tiempo. Observé su delirio de ser perseguido por pesadillas diurnas, tan invisibles para el resto como reales para él. Descubrí la no existencia de relojes que midieran el cansancio. Le hablé como a un amigo al final de la jornada; "Antonio, me gastaron una broma, devolveme a la civilización". Después de confesarme su asombro, me cruzó a la costa y a modo de despedida me dijo: "Tomátela pibe, agradecé que estoy cansado, sino pasabas la noche en la comisaría". Volví a mi casa envuelto en las sombras de la noche, tapado con un manto de excusas, pero feliz.
Desde aquel momento me considero un náufrago en archipiélagos de mesas de boliches, asientos en colectivos, bancos de plazas, siempre mirando a la gente con la intención de poder mirarme. Algunas noches abandono la isla de algún libro para quemar mi insomnio en el mismo parque. Me gusta detenerme a mirar cómo modifican el almanaque de flores, me emociona el cuidado con el que lo hacen, propio de aquel que maneja el tiempo. Aunque nadie me espera, me acompaña un inexplicable apuro hecho carne. Busco la hora en mi celular inútilmente. Cada veinte pasos me aseguro de alejarme de mi monstruo perseguidor, collage de astillas de sueños, cenizas de ilusiones y pedazos de olvidos no olvidados, tan invisible para los otros, tan real para mí.
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