Domingo, 14 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Anoche soñé el futuro. Era rosadito, titilaba y tenía olor a asado. Estábamos todos. El futuro era de todos. Todos quiere decir todos: los argentinos de bien, los de mal, los queribles, los insoportables, los que dicen una cosa y al rato dicen lo contrario, los que uno quiere nada más mirarlos a la cara, los forros, los sinceros, los mentirosos. Estábamos todos como todos estamos en el presente.
¿Cómo sabía que era el futuro? Bueno, al pasado es fácil reconocerlo: es sepia, hay milicos, radicales o menemistas en el poder, personajes progres que ahora son de derecha, y menemistas y promilitares que ahora son ciudadanos que exigen republicanismo a los otros. Al presente es aún más fácil reconocerlo en los emblemas de la argentinidad al palo: futbol mundial, Messi por Maradona, las disputas por el dólar, la inflación, el precio del gas, y el kirchnerismo y el antikirchnerismo cubriéndolo todo.
En ese futuro yo andaba con Aracelli González y un par de vedettes me reclamaban paternidades dudosas y deudas más dudosas aún. Es que era un escritor famoso y había compuesto una canción que cantaban las hinchadas. En ese futuro los argentinos habíamos dejado de lado todas las antinomias que nos hicieron querernos y pelearnos en partes iguales: peronismo o antiperonismo, kirchnerismo o antikirchnerismo, ricotero o de soda.
En principio parecía una solución a todos nuestros males. Era lo que muchos argentinos pedían por televisión, en la peluquería, en la cola del banco. Lo llamaban pacificación nacional o cosas así de pomposas. Ante eso, un belicoso como yo ("mi belicoso", me llamaba Aracelli) quedaba siempre como camorrero. Pero al volverme famoso dejé de serlo, me volví un argentino de los que, como diría Groucho, tenía ideas pero que si no caían bien, tenía otras. Y todos en paz.
Dicho así suena lindo. Pero la verdad es que al pensarlo (al despertar, mientras me consolaba de que Aracelli me hubiera dejado), me di cuenta de que lo que sucedía era que ya no peleábamos porque ciertas cosas nos daban más o menos lo mismo. O que creíamos en una cosa hasta que comenzamos a creer en otra, pero siempre sin entusiasmo. Nos habíamos transformado en relativistas éticos.
El relativista ético es aquel al que las cosas le parecen todas relativas (excepto quizá, matar y robar y alguna más, que acepta como malas), que no cree en que exista una "verdad colectiva" o una "verdad objetiva", incluso el concepto de justicia le suena raro, al punto que es capaz de apoyar un ajusticiamiento colectivo, y ama usar frases de este estilo: "depende de quién lo diga", "hay que tener en cuenta la época", "¿qué tiene de malo?",y sobre todo ama usar la frase: "todo depende de color del cristal con que se mira".
El relativista es el tipo al que le da lo mismo un gobierno de derecha por otro que no lo es mientras él ande bien. Son los que en el pasado habrían sido esclavistas porque no era desaprobable. Y hace poco más de medio siglo le hubieran negado a la mujer derechos básicos porque así eran las cosas.Parece una evolución, pero no lo es. En todo caso es una evolución hacia el descompromiso, la no política y el fin de las ideas como motor de la humanidad.
En nuestro país ya comienzan a verse cierto tipo de relativistas éticos: los piojos resucitados, personas que pasaron de ser muertos de hambre a ser clase media con vacaciones y auto, pero "como la verdad es relativa", ya no comulgan con sus valores tradicionales y le dan la espalda al mundo que los vio crecer (y a las instituciones, por ejemplo el gobierno). Son lo que se quejan de que aumenta el gas pero nunca putean a las tarjetas de crédito ni el precio del cable porque miran desde el cristal que les conviene. Y les conviene sentirse de clase media.
No se vaya a creer que el relativismo es algo que nació de un repollo. Es un discurso estructurado desde el poder, porque al poder le conviene que nosotros creamos en verdades relativas, que nos dé lo mismo un gobierno que defiende el trabajo nacional a otro que no lo defiende, porque "según con el cristal con que se mira", la falta de trabajo se compensa con la iniciativa privada: parripollo, canchas de paddle, videoclubes, remiseros.
El relativismo se opone a las posibilidades de las ideas que la política pregona. Un relativista ético aceptaría el fascismo, porque (por ejemplo) "soluciona el problema de la inflación" o "garantiza la seguridad". La verdad relativizada sirve para todo y es una gran pantalla al desvarío ideológico. Eso ha causado que hombres que hace veinte años creían en la revolución socialista hoy terminen votando a Del Sel.
Siempre es más fácil ser un relativista cuando se vive en una situación de privilegio en relación a otros: el europeo ante un africano que llega en una patera huyendo de la malaria; el chacarero en relación al obrero; el propietario en relación al que alquila; los privilegiados pueden elegir cuando y qué les conviene; los pobres no. O pueden elegir entre huir o morir
Entonces piense: si a usted le da lo mismo un gobierno con energía en relación a otro que no lo tiene porque su salario no sufre el cambio, es probable que sea un relativista ético. Si a usted le da lo mismo una presidenta que es capaz de hablar tres horas sin trabucarse en relación a otro que no sabe terminar las frases porque cree que el dólar va a ser barato, es probable que sea un relativista ético. Si a usted le da lo mismo un Estado que se preocupa por el ciudadano en relación a otro inexistente sólo porque usted no lo necesita, es probable que se haya vuelto un relativista ético.
Por supuesto que las posiciones morales y sociales cambian con el tiempo, y si hace dos siglos no estaba mal visto tener esclavos, hoy sí. Pero cuando las sociedades no se ponen de acuerdo en un bagaje básico y contemporáneo de reglas, se hace difícil construir una sociedad que no esté al servicio del poder económico (es que esos no dudan nunca ni relativizan nada; siempre se quieren quedar con todo). Porque no es lo mismo un gobierno que intenta (incluso si no lo logra) sacar a la gente de la pobreza, que otro que no lo intenta. Ante esta afirmación mía, un relativista ético diría que "todo es opinable", aunque la de él sea una afirmación sobre la que no se puede opinar.
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