Martes, 23 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Víctor Maini
La primera noche no pude dormir de tanto silencio. Todo el cansancio acumulado durante un día de viaje, de haber recorrido en minutos una ciudad pequeña e insignificante, de mirarme en los ojos de almendra de la dueña de la hostería, parecían no ser suficientes para conciliar el sueño. Mi ex mujer, devota del signo igual y amante de las ciencias exactas, seguramente se hubiera basado en la regla de los signos para afirmar que mis ruidos internos sumados a los de la calle eran iguales al reposo, mientras que en el medio de la nada me faltaba el bullicio de la calle para compensarme. Ferviente militante de la frase "somos lo que hacemos, no lo que decimos", traté varias veces de contarle que mis actos eran sólo una parte de mí, que tal vez sirvieran para juzgarme más que para entenderme. Intenté explicarle que el hombre es también lo que no dice, lo que no hace, son sus miedos, sus huecos, sus sueños, pero al mirarla comer, era tan perfecta y prolija la bisectriz que trazaba entre lo dulce y lo salado, el éxito del fracaso, los ganadores de los perdedores que de a poco me fui refugiando en mi propio ángulo. Por qué, para qué y para quién se debía mi viaje a Pampa del Infierno eran las causas de mi desvelo. ¿Seguiría contradiciendo a mi padre después de muerto? Nunca volvió ni en sueños a este lugar, nadie vuelve al sitio de donde pudo escapar. Huyó en busca de médicos y maestros, impulsado por el miedo a la muerte por infección de cualquier enfermedad curable o de la muerte en vida, manejar cuarenta palabras imprescindibles para cualquier servidumbre. Fue un autodidacta, leía todo lo que pasaba por sus manos, anduvo en bicicleta hasta una semana antes de su partida, vital, optimista, agradecido, como todo prófugo de las tinieblas. Entonces, ante la ausencia de mandato, nostalgia o agradecimiento alguno, ¿qué estaba haciendo aquí? En mi segundo día, esperé el alba mateando y partí hacia Corzuela, localidad cercana y también citada en sus repetidas historias. El viaje fue una excusa para recordarlo. Me imaginé estos parajes tres cuarto de siglos atrás y vi la nada misma. Entendí su amor y agradecimiento al monte que los salvó del hambre. Cacerías de chancho moro y gargantillo, de guazunchos, coatí o de las aves que vendía en Charata a los amantes de lo exótico. Comprendí su solidaridad con los tobas a quienes el hombre blanco les había talado su fuente de subsistencia obligándolos a migrar a las villas de las grandes ciudades, sufriendo destierro y discriminación. Lo vi envuelto en silencio, taciturno, fumando debajo del paraíso, siempre mirando hacia el norte, concentrado como quien recorre el espinel de sus secretos.
Imposible saber en qué pensaba, si escuchaba a su sombra o interpretaba al viento, pero en aquella ceremonia había algo que me involucraba. A pesar de su profundo ateísmo, le gustaba escuchar a quienes pasaban predicando religiones. Los dejaba monologar hasta que tocaban el tema del infierno. "Disculpe, yo estuve allí, no es como usted dice, Iglesia había, lo que no existían eran escuelas ni hospitales", los corregía. Un hombre templado en los hornos del diablo, no se enoja fácilmente, sólo levantaba un poco la voz en las discusiones que teníamos sobre los sentimientos. Sostenía que el sol y el amor asomaban en todos los rincones del mundo. Uno lejano y real, el otro misterioso y esquivo.
Decía que en cualquier lugar existía una María, un José, una oveja, una heladera o una zapatilla de quien enamorarse. Que toda pasaba por un estado de ánimo, en donde el hombre se alejaba de la muerte por completo. Hoy es el tercer día que piso suelo chaqueño. La lluvia suspendió el amanecer. Mientras me acerco al mostrador para solicitar agua caliente, escucho de fondo la voz de la hotelera hablando con un viajante: "si todavía no abandoné este pueblo es porque hay algo que me retiene, algo que me condena a la espera y siento que ese algo también soy yo". Un nuevo ánimo me obliga a tender un puente entre mis miedos y su timidez. Mientras le ofrezco un amargo, le pregunto su nombre. No me sorprende su respuesta. "María... María Sol me llaman".
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