Martes, 30 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Evelyn Arach
Las entradas ajadas en la mano, de tanto esperar. Quince años no es poco. Ni es tanto a juzgar por la complicidad de esa noche. Las canciones habían dejado de ser vírgenes y cada quien había elegido la propia a tono con sus heridas. La ternura colectiva entonces, inundaba el aire y él la dirigía cual maestro de orquesta.
Ahora que está tan sola
la soledad.
Ahora que, todos los cuentos,
parecen el cuento
de nunca empezar.
Ahora que estoy más vivo
de lo que estoy
Ahora que irrumpió como entonces, las tormentas eran breves y el poeta se dejaba querer incondicionalmente en la ciudad de Olmedo, Messi y el Che. Los aplausos agradecieron infinitamente. ¿Y si deja de venir?, preguntó ella a mi lado, desde la fila treinta. De ahí en mas las canciones fueron un abrazo interminable, las ovaciones intentos fallidos de quien no quiere que el barco zarpe y lucha por retenerlo a toda costa. Un vaivén en el que terminaría (terminaríamos) por perder irremediablemente.
Llega Dieguitos y Mafaldas. Y ellas quieren (queremos) ser Paulitas. No para que La Doce le pida a la virgen de los vientos, ni para que Boca salga campeón como en el '98, ni para volver a tener veinte años cocidos a retazos Ser Paulita y protagonizar una canción. Pero no edulcolarada, con letra roja de cursilería abrillantada y merchandaising incluido. Una canción de verdad, con acento andaluz y acidez en la pluma. Como preludio, el autor deduce que es una provocación cantarla en Rosario. Pero corazones canallas y leprosos lo perdonan y osan bailar en la Bombonera, a puro desamor.
Paulitas. Aunque ya sabíamos que él las prefiere o las prefería Magdalenas, dueña de un corazón tan cinco estrellas. La virgen del pecado. Le canta, les canta con tanta intensidad bajo la tenue luz, que sabe a despedida. Y él asiente: creo que me echaron de las hermosas barras de los boliches de la madrugada y dejé de frecuentarlas, maldita sea.
De traje verde y sonrisa enhiesta, el poeta confiesa que en esos quince años hubo ictus, desintoxicación, depresión, sudor y lágrimas. Eso sí, Pancho Varona y Antonio García de Diego siguieron ahí, como desde siempre. No son de esos músicos que acompañan al cantante. Escriben las letras conmigo, viajan conmigo por rutas secundarias y por grandes autopistas. Sueñan conmigo, los presenta. Leales y aguerridos mosqueteros. Sin ellos no habría Vinagre & Rosas.
¿Seguirá habiendo giras, después de ésta?, vuelve a preguntarse la mujer desde su asiento. España queda lejos. Ellos no la ven, o sí, quién sabe. El escenario ha quedado a una distancia prudencial y su voz se esconde entre miles. Quizás quieran quedarse, piensa. Como sea, el reencuentro está valiendo cada gota.
Los temas se suceden en sutil cadencia de filología. 40 y 10 se transforma en 50 y 10 con la complicidad de todos (deberían ser y quince pero a quién le importan las exactitudes). Eso sí, el testamento es el mismo: sólo derechos de amor, un siete en el corazón y un mar de dudas. Aparecen otra vez Barbi Superstar, la Rubia Platino y de otro disco, pero con igual destino: Princesa. Bellas y ajadas, derrotadas por una fama fugaz, habitan el olvido. Cuántas veces hubiera dado, mi vida entera, porque tú me pidieras llevarte el equipaje, canta él a quienes fueran su musa, sin maquillar las arrugas de su voz. Iluminadas, miles de otras voces se unen al estribillo. También ella, que conoce cada estrofa, desde que el poeta le puso palabras a un tormento de 500 noches.
Joaquín, como de costumbre, elige las palabras y las encuentra. No como quien selecciona qué poner burguesmente en su mesa, sino como quien sabe contar la exacta precisión de sus heridas. Y sus cómplices están (estamos) ahí, coreando cada nota, dejando que compare a Venecia con el Boulevard Oroño, en ese himno de las almas solitarias que bautizó Contigo. Hilarantes y catárquicos en Cerrado por derribo. Entre la gente hay veteranos que asienten tarareando y púberes que viven cada tema con pasión ricotera. Todos imbuidos de una misma energía.
Las luces se apagan. Parece que van a irse, pero se quedan. Por fortuna. Y vuelven Con la frente marchita. Es difícil no llorar, ante tanto dolor colectivo, atrapado en esta historia de amor. Iba cada domingo a tu puesto del rastro a comprarte /Monigotes de miga de pan, caballitos de lata (..) y al llegar a la Plaza de Mayo me dio por llorar y me puse a gritar: "¿Dónde estás?".
La noche concluye, y el escenario queda huérfano de amores. Habrá que volver a la oficina, al papeleo, a la monotonía. Ellas parten extasiadas. Hubo derroche de poesía en el reencuentro. Otra vez las canciones las abrazan sin decirles, si el poeta vendrá de regreso.
A Raquel y Mónica, sabineras.
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