Viernes, 10 de octubre de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
Nada mejor que comenzar con una cita del propio Juan José Saer: "La poesía es naturaleza, no lenguaje. El lenguaje es una opresión. Cuando despertamos a la poesía, ya estamos dentro del lenguaje. La poesía busca en el lenguaje esos sedimentos, esas puertas que persisten en él y permiten el acceso a la naturaleza. Toda poesía es un palimsesto en el que se superponen y se confunden naturaleza e historia, pero es únicamente a través de la lectura que el lenguaje de la poesía reencuentra su historicidad".
Saer también sostuvo que la experiencia en la escritura, es decir su propio proceso obedece a un hecho individual y voluntario que tiende a expandirse y crear su propia práctica y su propia base de ideas, como si cada vez se gestara una nueva escritura como una tarea recurrente que en cada nueva puesta en proceso de borramiento entre los géneros hasta atreverse a aseverar que un día escribiría una novela en verso, algo que como sabemos no llegó a producir porque se fue antes de tiempo de la vida, dejándonos a sus leales lectores en un grado de desazón y un duelo que perdura y que de vez en cuando nos lleva a tomar uno de sus libros al azar y encontrar algunas de las mejores páginas escritas en un rioplatense plagado de carnadura, de sentido y de redescubrimiento.
La lengua literaria, decía además, sólo se enriquece cuando incluye en ella la lengua privada, no otra cosa hizo Bartolomé Hidalgo, que escribe en una lengua que es y no es español en sus Cielitos y Diálogos patrióticos. En ese magma histórico, multicultural, plurilingüístico que lo formó con el aborigen, castellano, portugués, andaluz y gallego. Esos versos populares, festivos, escritos para arengar al gauchaje en su pelea contra el Rey de España, que lleva la amenaza, la sangre y la muerte. No tan curiosamente, la gauchesca terminará siendo lo único original que se produce en el Río de la plata hasta culminar en el Martín Fierro.
Cuál es el efecto de fascinación que nos produce la obra de Saer
Esa idea original de borrar las fronteras entre prosa y poesía, ese sostener que si uno no pensara en modificar el curso de la historia de la literatura no valdría la pena siquiera intentarlo, lograr esa autonomía que le atribuía a los grandes como por ejemplo Juan L. Ortiz. Porque la obra debe ser un acontecimiento irrepetible y el proceso creativo por el cual se generan esas obras literarias es un acto que está en permanente modificación, lo que se opone a la idea de la literatura que debe someterse al canon del mercado.
Cuando uno lee a un autor como Saer, es como abrevar en una cantera inagotable, tanto que es imposible lidiar con ella y no es esa mi intención, sino manifiesta que es muy probable que me haya influido, tal me han dicho los amigos que me quieren beneficiar. Porque uno obtiene siempre de ese torrente de ideas y de pulsiones, un aliciente para mi propio trabajo o al menos un placer que se ve renovado cada vez.
Voy a referirme brevemente a un texto de alto contenido poético porque es, digamos así, una temática que me ha fascinado siempre.
Se trata del texto La Tardecita, de su libro Lugar. Donde la precisión de la llanura aparece como en una forma de extrañamiento, para exhibir el grado de poesía y de recuerdo. En mi último libro, que se llama precisamente El sentir de la llanura, hago referencia al texto saeriano.
Porque si digo sentir la llanura, no conceptualizo, me resulta imposible, porque es un sentimiento, no un concepto. No se puede razonar.
La llanura es algo plano, que no tiene nada trascendente, nada que, por decirlo así llame la atención.
El paisaje de la llanura está en mí y el texto de Saer justamente marca una historia que comienza la mañana en que Barco (que acaba de cumplir 52 años, precisa el narrador), buscando algún texto corto para leer antes del almuerzo, encontró la ascensión del Monte Ventoux, de Petrarca.
Que oficia, como suele suceder, de disparador de los recuerdos
Pero esos son recuerdos personales, los que dispara esa lectura. Escribe el narrador: "no advino ni el éxtasis ni una revelación, sino algo más íntimo y querido: un recuerdo".
"Existe --escribe Saer-- siempre durante el acto de leer un momento intenso y plácido a la vez en que la lectura se trasciende a sí misma y en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio ser". Y relata que Barco inicia el viaje con su hermano mayor hacia un pueblo de llanura y al bajar en la ruta tiene que caminar varios kilómetros hasta ese pueblo, en un paisaje barroso tirado en la llanura como un puñado de manzanas geométricas divididas por un par de vías del ferrocarril.
Eso que para nosotros podría ser un recuerdo compartido para Barco pudo ser el paraíso. Pero resulta que ese paisaje que le era familiar de pronto se transforma en algo extraño, casi metafísico.
En esta zona de su literatura donde percibo que ese borramiento, esa disolución entre prosa y poesía desplaza hacia la lírica narrativa, que él habría descubierto en su maestro Juanele Ortiz.
Ese paisaje habitual que habría sido hasta ese momento se estaba volviendo irreconocible y extraño.
Como si gradualmente, capas y capas de experiencia, como sucesión de marcas de pintura sobre una imagen odiosa, terminarían por hacérsela olvidar, hasta que esa mañana la lectura de Petrarca la trajo de nuevo a la luz viva del recuerdo.
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