Sábado, 1 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Cajas. Cajas y más cajas, ocupando ya no sólo los rincones o espacios libres sino también los de tránsito y los necesarios. Cajas sobre el sillón, detrás de la puerta, al lado de la mesada, al pie de la cama, junto al televisor. Cajas prolijamente etiquetadas, eso sí, para saber qué contiene cada una y a qué sector de la casa corresponde.
Once cajas de libros -en estos momentos, más que nunca, desearía tener un e-reader y menos apego a los libros físicos-; dos cajones de mimbre reforzado llenos de cómics y revistas; dos cajas con cuadros, adornos y esas cosas inclasificables que suelo dejar en los estantes libres de la biblioteca; una caja estuche de madera con recortes de prensa y cartas; una caja de zapatos con seis cuadernos empezados y tres libretas de apuntes sin estrenar. Dos cajas enormes con platos y tazas, utensilios de cocina, una licuadora que nunca usé, una batidora y una sandwichera; dos cajas grandes con ropa de cama de los chicos y un par de colchones inflables que ya no se usarán porque ahora tendrán su habitación con dos camas salvo que algún día se quede el mayor también, o inviten algún amigo; una caja con mi ropa de cama; dos valijas con la ropa que, en estos días, sé que no me voy a poner.
Además hay una bolsa grande de ropa para regalar -por algún misterio insondable de la naturaleza textil hay pantalones que ya no me cierran y camisas que no abrochan-; un canastito con tuppers, vasos y otros enseres plásticos de los que me debería desprender; una treintena de libros sin lugar en la biblioteca; y un montón de cajones sin abrir y cosas sueltas que todavía deben pasar por la catalogación previa a la mudanza para ganarse su lugar en la casa nueva o quedar en el camino para siempre.
Mudarse es también -o debería serlo- un ejercicio de desprendimiento, un proceso de valoración de los objetos que nos acompañaron hasta entonces para saber si se justifica el traslado. A mí no me resulta sencillo: tengo tendencia a la acumulación y muchas veces guardo cosas que sospecho que algún día me pueden ser útiles aunque ahora mismo no sepa decir cuándo ni para qué. Bolsas de todo tipo y tamaño -siempre presumo que me harán falta bolsas, de modo que nunca las tiro y aparecen en todos los rincones-, cajitas vacías, estuches, cables viejos, tornillos que andan dando vueltas, biromes sin tinta, encendedores sin gas, llaves que no sé qué puertas abren. O cuáles cierran. Pero supongo que si las guardo es con la esperanza puesta en las puertas que me resta descubrir, antes que pensando en aquellas que fui cerrando a mis espaldas. Esas llaves, me aventuro a creer, son las que siempre se tiran lejos y nunca aparecen en un cajón.
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A HouseIsNotaHome, dice una vieja canción. En estos años que transcurrieron desde mi separación y transité ese desconcierto inevitable que le sigue a todo quiebre radical me encontré repitiendo esa afirmación varias veces, formulando teorías sin sustento y refutando mis propias elaboraciones. El proceso de mudanza y este hatajo de cajas en las que voy guardando ciertos elementos habituales de cualquier hogar traen de nuevo el tema a primer plano. Nunca -o casi nunca- me sentí a gusto en este departamento que estoy a punto de dejar. Fue necesario, indispensable, en cierto momento. Y hasta me generó cierto alivio y bienestar emocional. Pero nunca dejó de ser un lugar de tránsito, un espacio temporal, como una prolongada estadía de hotel. Se puede construir, comprar o alquilar una casa; nunca un hogar. El hogar es otra cosa. Eso fue lo primero que descubrí. Y no basta con llenar el espacio con los elementos que se supone conforman el hogar. Los elementos habituales o comunes -los juegos de platos, las ollas y sartenes, el sillón que poco a poco toma la forma de un cuerpo, los rincones específicos en los que encontrar ciertas cosas que sabemos que solemos dejar allí, las sonrisas familiares en los portarretratos- no son constitutivos de un hogar. El departamento, si acaso, se parecía a un hogar en esos ratos en que a mí se me daba por hacer salsa y el olor se entremezclaba con el rumor de voces de mis hijos, que soportaban estoicos mi torpe aprendizaje culinario; o cuando la chica de ojos pardos cantaba en la ducha o llegaba sin avisar y yo suspendía el raquítico tecleo para hacer café o desnudarla.
"Creo que la mujer es el hogar" dice el narrador de una novela de Jorge Fernández Díaz que leí unos días atrás. "Cuando uno se separa y es un caballero, abandona la casa sin chistar y alquila un departamento. Ese bulín primero es una oficina, luego un dormitorio y al final, como máximo, una casa. Nunca será un hogar. Porque el hogar es la mujer. No puedo explicarlo, pero es así. Nosotros, los nacidos y criados en cautiverio, los que pasamos sin transición del hogar materno al hogar matrimonial, no soportamos la intemperie. Y nos sentimos tremendamente solos."
Supongo que algo de eso pasa en muchas disoluciones y no figura en ninguna división de bienes: cómo una de las partes se queda con la noción de hogar -acaso mutilada, hasta que por fin un día se deja de notar lo que ya no está- y la otra la pierde por completo. Entonces se hace precisa la reconstrucción. Pero a diferencia de Fernández, creo en la posibilidad de otras formas. La noción de hogar es un concepto subjetivo conformado por múltiples aspectos. Hasta hace unos años, después de haber pasado por muchas casas que siempre consideré mi hogar, después de haber saltado sin transición del hogar materno al hogar matrimonial, creí que lo llevaba a cuestas.
Desde hace un tiempo, en cambio, me empeño en construirlo en el vacío de las casas que alquilo.
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"Una casa sencilla", escribía hace unas semanas en este mismo espacio. "No muy grande, pero con un pequeño patio con plantas y un parrillero: un lugar donde sentarme a leer al aire libre a la vuelta del trabajo o a comer con mis hijos en alguna noche de verano. Un lugar que me permita recuperar o reconstruir algunos de esos territorios perdidos o soñados que todos tenemos. Y, si puede ser, un cuartito pequeño o un rincón luminoso donde sentarme a escribir y defender como trinchera."
No conseguí patio con plantas pero sí parrillero, y un banquito al aire libre para leer por las tardes o en las mañanas de sol. Una habitación que los chicos ocuparán dos o tres veces a la semana, pero que aún en los días en que no estén será de ellos. Los cajones y cepillos y sectores del ropero para una chica de ojos pardos que vive en su casa pero conmigo. Y un rincón luminoso donde quizás, de vez en cuando, me pueda sentar a escribir.
Todavía me queda terminar de embalar, llevar las cosas, pedir un flete para la heladera y un par de muebles, desparramar cajas y valijas en habitaciones vacías, limpias, frías y empezar a acomodarme.
Entonces sí, quizá ponga la versión de Bill Evans de A HouseIsNot a Home y rasgue la cinta de una caja al compás del piano, y todo empiece a transformarse.
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