CONTRATAPA
› Por Ezequiel Vazquez Grosso
Después de todo podemos decir que el lenguaje no ha muerto. Al menos si pensamos la muerte como aquello que se entierra varios metros bajo tierra y sin embargo le sigue creciendo las uñas (porque un muerto a veces no es más que eso: algo que no para de crecerle las uñas) podemos decir que el lenguaje no ha muerto. Cada vez que agarramos una pava, la llenamos con agua y la arrojamos al infortunio del fuego, de algún modo, hacemos sobrevivir al lenguaje. Es decir: en la medida en que los objetos guarden una relación directa con su utilidad propia, en la medida que las pavas se utilicen para cebar un buen mate y nunca para reventarle el cráneo al prójimo más cercano, hacemos sobrevivir en toda su eficacia el uso del lenguaje. Cuando todo no parece más que una orgía del sentido, cuando la vida parece haberse convertido en el sinónimo líquido de la espera, el lenguaje siempre reaparece y reacomoda los tantos, siempre estará allí para trazar sus rituales, nunca soltará el capricho, su angustiante manera de marcar soberanías.
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Agujerear una parte del lenguaje, desorbitarle algo de su utilidad próxima, es no sólo romper el monismo instituido del habla sino habilitar la aparición de lo múltiple. La tiranía abyecta de la lengua siempre termina por encubrir y hasta oscurecer la operación intangible de lo plural, es decir, del movimiento subterráneo de las lenguas. Decimos que hay un habla del alemán, del inglés o del español, como si existiese una gama compacta capaz de traducir la existencia casi que sin distancias, sin entorpecimientos. El único modo en que el lenguaje se entrometa con el arte de la aparición, el único modo en que el lenguaje deje de operar sólo en el nivel de la sustitución, es desterrándolo de un cierto mecanismo de sentido. Hablar, por ejemplo, de Palestina. Y que no importe si viene o no al caso. Simplemente nombrarla: Palestina. Sólo cuando las nombramos, las cosas existen. Sólo cuando las nombramos, dejan de existir.
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Dice Roland Barthes que la locura sólo puede encontrarse en la oración, que es en el interior mismo de lo que articula el discurso donde puede hallarse aquella falla monstruosa que llamamos demencia. Una palabra, por sí sola, dice Barthes, nunca puede hablarnos de la locura. El loco no habla inglés, no habla alemán, no habla español. Habla con una lengua propia y ajena a lo que se entiende como posibilidad de discurso. Un manicomio, a fin de cuentas, no es otra cosa más que un coro insoportable, un amontonamiento intransferible de Babel. Una palabra, dice también este tal Roland, a lo sumo, puede hablar de perversión.
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Se dice de nosotros que nos distinguimos del resto del reino animal por estar atravesados por el lenguaje. Sin embargo, un acontecimiento ha ocurrido: así como los humanos encontramos en la energía atómica el modo de diluir todo tipo de vida posible en la tierra, por primera vez hemos dado con una sustancia que diluye todo tipo de lenguaje posible en el cuerpo. En el éxtasis no hay palabra, no hay alucinación, siquiera hay producción de imágenes. Uno baila baila baila, y hasta el mismo cuerpo se convierte en su propio fantasma.
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Imaginemos una imagen. Una mujer arrojada en la cama, cubierta con un antifaz, le espeta a su marido una sola y única palabra: puta. Si bien esta palabra puede marcar sexualidades, rangos económicos y hasta estéticos, por sí sola no puede decir nada. Para el caso, he nombrado, al menos, cuatro. He dicho la palabra mujer, la palabra marido. He dicho, otra vez, la palabra antifaz.
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De la época en la que vivimos se dice que la gente está o se siente sola. Sin embargo, también puede decirse que la gente siempre se sintió sola y que lo único que ha cambiado es que hay una exposición en bruto de la soledad o, en todo caso, la vivencia de la soledad como un trauma. Entonces la gente prefiere anunciar que está sola.
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Extraña sucesión de los efectos: un cuerpo que puede eliminar los modos del lenguaje por un tiempo determinado se ha convertido en unos de los representantes exclusivos del amor. Unimos índices y pulgares haciendo corazoncitos, intentando construir algún tipo de holograma posible más allá del mientras, más allá del cuerpo que baila baila baila. Sin embargo, en todo aquello del éxtasis hay una trampa: terminada la progresión del efecto reaparece el vacío, el cuerpo se ve atravesado por una soledad insoslayable: casi que como si faltara ese otro, casi que como si faltara ese otro a quien narrarle una historia, es decir, un cuerpo en el que ejercer algún tipo de soberanía.
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Decir adiós al lenguaje es un decir que, ciertamente, encubre alguna que otra paradoja. Extraña aporía del afuera: en la medida que decimos un adiós estamos dando una bienvenida. Bienvenido al afuera, bienvenido al lenguaje, bienvenido a la muerte, bien podrían ser frases que hablen de sinonimia, bien podrían ser antinomias imposibles.
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En el tumulto de la virtualidad, sólo navegan los amantes imperfectos. En el tumulto. Pum. Otro muerto en Palestina.
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Después de todo podemos decir que el lenguaje está muerto. Al menos si pensamos la muerte como aquello que se entierra varios metros bajo tierra y sin embargo le sigue creciendo las uñas (porque un muerto a veces no es más que eso: algo que no para de crecerle las uñas) podemos decir que el lenguaje está muerto o, en el mejor de los casos, que el lenguaje sólo aparece en la medida que algo se muere. El lenguaje es, tal como se ha dicho de la lluvia, algo que ocurre en el pasado. El lenguaje puede, sin lugar a dudas, simular el ejercicio de la vida, pero no es otra cosa más que el manifiesto irreductible de los muertos, no es más que la inocua telaraña (antifaz) de la ausencia.
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