Sáb 15.11.2014
rosario

CONTRATAPA

Las huellas de la lectura

› Por Javier Núñez

Un par de años atrás, una persona cercana y querida me prestó un par de libros que deambularon durante un tiempo por los estantes de mi biblioteca y la mesa de luz sin que nunca les llegara el momento propicio. Estaban ahí, al acecho o a la espera, siendo relegados sin ningún motivo en particular. Creo que me los había prestado a raíz de algo que había surgido en una conversación, pero no los empecé a leer la noche en que los recibí ni al día siguiente porque ya estaba envuelto en otra lectura -aunque a veces emprendo más de una a la vez, y puedo tener un libro en el morral que leo en el colectivo y otro par en la mesa de luz- ni tampoco cuando acabé con lo que tenía entre manos. De modo que esos libros "Mamá" y "La segunda vida de las flores", ambos de Jorge Fernández Díaz siguieron dando vueltas durante meses, siempre a mano en el estante de cosas por leer. Y aunque cada tanto caían en mis manos, en esos momentos de elección en que arrancaba tres o cuatro del estante como si los sopesara, por alguna razón siempre eran relegados y otras lecturas le ganaban el lugar, hasta que hace un par de meses empecé a leer Mamá y cuando descubrí el tenue subrayado a lápiz que trazaba la huella de otra lectura, me resultó imposible dejarlo.

Un libro subrayado es siempre más de un libro: la historia narrada, la que percibe el lector, y la que habla de un lector anterior. Mamá es un libro bellísimo que hubiera disfrutado aún sin el trazo ajeno entre sus páginas, pero esa huella particular, privada, lo hacía irresistible y perturbador.

Leer un libro subrayado es asomarse a la intimidad ajena sin comprenderla, sólo intuyendo o adivinando intenciones detrás del recorte arbitrario de un párrafo o una frase. O mejor, a la intimidad de un momento de otro: basta con acceder a un libro subrayado por uno mismo varios años antes para comprender cuán inaccesibles son los motivos y cuánto está ligado, ese acto, al tiempo en que sucede. Estoy convencido de que uno no lee el mismo libro dos veces: a distintas edades, en distintos momentos de la vida, los resultados serán siempre diferentes. El libro será el mismo; pero uno no. Los subrayados propios son testigos de ese cambio, y asomarnos a ellos, la evidencia de los que éramos. A veces, incluso, indescifrables para los que somos hoy. ¿Por qué recorté esa frase? ¿Por qué me detuve en este párrafo?

Los motivos para subrayar un libro son siempre tan particulares que esbozar una generalización me resulta aventurado. Están, por supuesto, los subrayados que están vinculados a la práctica crítica, que intentan componer una lectura representativa del texto, una serie de citas escogidas que de algún modo transmitan el espíritu de una obra -o logren destrozarlo-. O los que tienen que ver con el reconocimiento -las frases perfectas, mágicas, que pueden recortarse de un libro para armar una biblioteca de posibles epígrafes o simplemente un muestrario de admiración-. Pero me refiero al subrayado personal, al impulso de leer con un lápiz o un marcador o una birome a mano para ir trazando las huellas de nuestra lectura sin ningún objetivo en particular.

Se pueden intuir algunas razones. Uno, me aventuro, subraya para apropiarse de un libro, para hacer suya la palabra ajena, para encontrar, aún en la diferencia, ese momento mágico de identificación en que un otro supo decir, con las palabras precisas, lo que nos hubiera gustado decir a nosotros. Hay algo mágico en subrayar una frase que nos identifica porque evidencia una especie de intimidad compartida, un encuentro maravilloso e inimaginable en el que dos absolutos extraños -el autor y el lector- pueden coincidir en el sentimiento más profundo. Sé, lo afirmé más arriba, que el subrayado está profundamente ligado al momento de la vida en que sucede, que no todos los recortes nos representarán para siempre. "Uno subraya desde su propia herida", escribió una vez Alberto Fuget. Las hay que cierran, y los subrayados que nacieron de ellas quizá mañana no hablen de nosotros. Pero están las que perduran, las que nos acompañan. Siempre hay heridas que permanecen y los subrayados que hicimos desde ellas persistirán.

"Volver a la patria de uno es dejar de ser un holograma y aceptar que somos personas nuevas de carne y hueso. Es reconstruir los vínculos desde la fotografía inofensiva de lo que fuimos y caminar despacio hacia la afilada y riesgosa verdad de lo que ahora somos. Es también reconocer que uno es, a la vez, el mismo de siempre y todo un extraño", había subrayado en Mamá, entre tantas otras cosas, la persona que me lo prestó. Y también "¿En qué podemos creer los que alguna vez creímos?", y "Te prometo que nunca más voy a dar tantos rodeos para terminar otra vez en el mismo lugar". Párrafos y frases sueltas que podrían resultar incomprensibles pero en las que era fácil reconocerla, o reconocer ciertos desvelos de algún momento de su vida.

¿Pasará lo mismo cuando presto mis libros? ¿Se perfilará en alguna frase subrayada una faceta del que soy o supe ser? ¿O una inquietud, un desvelo, un afán? Y si es así, me pregunto si a veces obrará ese pequeño milagro de la comunión entre dos lectores, conocidos o no, que vislumbran la complicidad absoluta de verse reflejados en el subrayado del otro.

Supongo que puede ocurrir. Al fin y al cabo, prestar un libro subrayado no es prestar un libro. Es prestar la lectura cifrada que hice de ese libro, la frase que me tocó, el párrafo en el que me detuve para agarrar un lápiz y dejar mi huella en la palabra ajena. Prestar un libro subrayado es, al fin y al cabo, prestar la transformación que hice de un lenguaje de otro para convertirlo en algo personal, íntimo y revelador que promete desnudarme ante la intuición del próximo lector.

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