Martes, 25 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Rosana Guardalá
La primera vez que partí lejos no pude hacer la valija yo sola. Llamé a una amiga con una excusa: era práctica. Ella me ayudaría a llevar sólo lo importante. Sin embargo, todo lo imprescindible quedaba desparramado en mi casa entre los manteles, las despedidas de amigos y los mates fríos de mi hermana. Mi amiga me armó una impecable valija monocromática que pesaba menos de veinte kilos. Esa vez, fue fácil. Partía a un país limítrofe de lengua dulce. El cambio de moneda no me favorecía. Me comunicaría diariamente por Skype y sólo llamaría por teléfono para el "Día de la madre". Todo se dio tal cual. Esa fue la primera vez que me mentí queriendo convencerme de que la distancia no existía.
Pero esta vez era más difícil. La valija que había que cerrar no iría conmigo. Mi compañero no había logrado hacerle frente a la situación, a horas de viajar. "Me da cosa", confesó. Tal vez por eso sumo de manera desacertada: un saco copado que nunca usaría, una pantalón de vestir que le resultaría muy liviano para el frío europeo y otros seis pares de medias. Partió un domingo al mediodía. El sol anunciaba el calor que nos azotaría los días venideros. Lo saludé. Estuve a punto de largarme a llorar pero no lo hice. Creí, de manera razonable, que era mejor que él me viera entera. Repetí varias veces, el gesto de abrazarlo fuerte que había aumentado en los últimos días. El subió a la combi y yo, al departamento. Puse la pava al fuego y comencé a ordenar. La casa había quedado devastada. Mi hogar se había convertido en un depósito de basura reciclable, ropa para regalar y cosas por despachar a la casa de mamá. La noche anterior, habíamos cenado llenando el tiempo de momentos que viviría, de lo feliz que estarían sus hermanas de verlo y de aquellos lugares impensados que iba a recorrer con la mochila al hombro. La promesa de no enamorarnos de otras personas era un lugar precario pero tranquilo, al cual podíamos volver si en esos meses, nos sentíamos desorientados.
Aún no ha pasado tiempo considerable desde su partida. La casa está inhabitada. Llego sólo para dormir y volver a prender la computadora después de una jornada de trabajo. En la heladera, ahora de estudiantes, sobreviven algunos dulces perdidos que escondo detrás de la mermelada para no devorar mis únicas provisiones. El sol hostiga persianas y plantas. Me llegan mensajes del otro lado del océano que hablan de lugares y emociones que se dimensionan en calificativos casi escolares. Al parecer, los únicos ciertos en estas ocasiones: "Todo es hermoso. No puede ser más lindo". De este lado, mis días se califican con palabras más húmedas o climáticas. Por aquí, todo es rutina y soledad. Debe ser esa soledad con la que no me animaba a quedarme. La misma que ahora, me desanima a la hora de cerrar mi valija. Por alguna razón, cerrar la valija me remite al final de un féretro. Hay algo de lo que se va que ya no vuelve o que volverá, pero en otro cuerpo, en otra voz, en otra mirada.
Me pasó a mi regreso. Le sucederá a mi compañero en el suyo: la terrible sensación de sentirse y no, descansado en una casa propia que por momentos se desconoce. Una casa que hay que volver a habitar porque ha envejecido. Viajar también es morir un poco. Trasladarse implica tener que elegir el peso que soportará la espalda, parte de ese cuerpo cansado de dormir en camas ajenas. Elegir qué cargar necesariamente conlleva una decisión inevitable de qué dejar. Los recuerdos no son ajenos a esta selección voraz y la memoria es silenciosa pero verdadera. Esta misma memoria de la que hoy reniego, será la que dentro de unos meses y en la incompletud que la caracteriza, nos permita intentar un nosotros en el que volvamos a conocernos.
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