Viernes, 28 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Marcelo Britos
Cuando era chico contaba historias. Nos juntábamos en el patio de casa mientras mamá lavaba la ropa, en enero y diciembre, cuando ya no había clases. No tendríamos más de nueve años, la edad de Manuel. Mis amigos entraban a casa y se sentaban a mi alrededor, entre las macetas y los juguetes desparramados, y me pedían que les contara películas. Yo las inventaba. Las historias fluían, porque eran las mismas que soñaba antes de dormirme, o las que me imaginaba mientras viajábamos en colectivo a alguna parte. Había en ellas tiempos humanos que se mezclaban, seres de este mundo que cambiaban su forma. Cuando uno inventa vale todo. Los finales llegaban en el momento del relato, nada estaba planeado. La inconsistencia los hacía durar hasta que sonaban contundentes y coherentes con todo el hilo de la narración. Si había algún error, no importaba. Todos lo aceptábamos. Muchas veces me pedían que repitiera alguna película y no podía hacerlo. Las cosas cambiaban sobre la marcha. Entonces eran ellos los que recordaban y agregaban los elementos olvidados. Hemos estado mañanas enteras de verano hasta que se oían los gritos desde la calle, las madres que los reclamaban para almorzar. Para mí era una gran responsabilidad que les gustara el relato; así lo vivía. Acaso era una forma de que me aceptaran, o de mantener sobre los demás cierto poder que me otorgaba esa virtud. Poder contar es una virtud. Poder recordar también, aunque a veces intentemos no hacerlo. Pero eso no sucede, las cosas están siempre en algún lugar, prestas a salir. Dan vueltas en los rincones hasta que encuentran la hendidura y salen, se filtran al presente. Manuel es mi hendidura, mi intersticio por donde viene el pasado. Manuel es un agujero en el muro.
Esto que ha pasado con él quizá con el tiempo sea otra historia. Una tarde llamé desde mi oficina al número de mis abuelos, un número que sabía de memoria, de llamarlos los viernes para decirles que iba a ir a comer, o a pedirles dinero para salir a bailar el sábado. Los dos están ya muertos hace tiempo y a la casa la vendieron para construir un edificio. Quedaba en el Pasaje Demarchi, a la vuelta de la facultad de bioquímica. Era enorme y mis abuelos alquilaban las habitaciones a estudiantes.
Ese día alguien atendió el teléfono. Primero pensé que podían haber conservado el número para la portería, pero ni siquiera tenía el cuatro que le agregaron en los 80'. Entonces reconocí la voz, aunque sea muy difícil recordar cómo hablabas cuando eras un pibe de diez años. Nadie reconoce su propia voz. Pero era Manuel, era yo. Aunque creo que va a ser más fácil para todos que hagamos de cuenta de que es otra persona, que es un niño que me dijo que nos encontráramos en la plaza de calle Paraná, a la tarde, como todos los días después de la escuela.
El resto lo conocen. Nos sentamos en el banco de la plaza y hablamos, y me hizo revivir cosas que creía olvidadas, algunas maravillosas y otras que hubiera deseado no recordar. En un momento me pidió que le contara una historia. Le dije que era él el que lo hacía cuando éramos chicos -cuando yo lo era-, pero seguramente quería dejar de lado esa presión tan sólo una vez. Yo ya no podía inventarlas. Entonces le hablé otra vez de mis cosas. Le hablé de la gringa. Tenía una necesidad de contarle una parte feliz de mi vida, algo que de alguna manera le anticipara también su felicidad. La conocí después de mi separación. Fue distinto. Las cosas más fuertes llegaron con el tiempo, despacio, como ver crecer un pino, o esperar que se asiente un dulce casero, algo que cuidamos con recelo sabiendo que nos va dar toda su belleza cuando menos lo esperemos. Tenia una hija a la que amaba -ahora es una mujer-; un amor incondicional y transparente. Las cosas fuertes eran esas: esa entrega, esa lealtad, las ganas permanentes de arremeter contra lo que consideraba injusto.
Nos conocíamos de antes, pero nunca nos habíamos acercado. Ella militaba en una agrupación comunista de la facultad. Cuando ya estábamos juntos me dijo que una vez, en un bar, borracho le recité un poema al oído. Me halagó que lo recordara.
No estaba en el mejor momento cuando nos encontramos, ni ella ni yo. Las pérdidas nos agobiaban. Hacía un año que se había muerto su hermano. Trabajaba en una petroquímica del cordón industrial de San Lorenzo. Tenía contacto con sustancias que le provocaron una forma extraña de leucemia. Cuando lo advirtieron en la empresa lo indemnizaron para quitarle la posibilidad de que les reclamara. Algo le hicieron firmar, como siempre. Luchó contra la enfermedad hasta dónde pudo. Tratamientos agresivos, una vida distinta. Se le murió en los brazos, un día de mucho frío, en la vereda de la casa de la madre. Estaba toda la familia. Lo llevaron hasta el sofá y allí lo vieron todos por última vez. Por eso la gringa odia el frío. Por eso es tan difícil olvidar. Ya es difícil de por sí, más todavía cruzando una o dos veces por semana esa vereda, mirando ese sofá que ha quedado allí. Vi las fotos de él. No se parecen en nada, pero algo en esa mirada suspendida en la puerta de una vieja casa, me hace sentir que eran iguales: intransigentes, leales, y a la vez frágiles. La gringa ya no era parte de mi vida en ese momento en el que le contaba a Manuel. La hubiera necesitado para que me acompañara en los encuentros con él. No físicamente, pero hubiera servido llegar al departamento y que estuviera allí. Me hubiera creído, se hubiera maravillado conmigo.
Cuando terminé de contarle me miró. Vio cómo las lágrimas me nublaban la vista, y se refregó los ojos como si a él también le pasara. Es una linda historia, dijo consolándome. Es triste, le contesté. Todas las historias tienen algo de tristeza, me dijo. Y cuando hablaba ya no parecía un niño, ni siquiera se parecía mí. Como si fuéramos otro, ni él ni yo, ni Manuel, ni este hombre. Un extraño que ha sobrevolado primero, y vivido después la vida de todos, sólo para poder contar.
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