Sábado, 10 de enero de 2015 | Hoy
Por Javier Núñez
Me pregunto si es lo mismo este tiempo sin ir a trabajar que estar de vacaciones. Ciertamente no. No hay que saltar con el despertador a primera hora ni desayunar a las apuradas para no perder el bondi ni cagarse de calor en el trayecto hasta el centro ni pasarse nueve horas encerrado en la oficina. Pero ahora que estoy en modo vacaciones urbanas on - o semi urbanas, si se quiere, porque lo cierto es que al menos hay un patio verde en Funes, y la sombra impagable de los tilos, y una pileta con agua cristalina que de a ratos es el paraíso- me pregunto si se las puede llamar así. Salir de vacaciones -salir- implica no sólo una suspensión o una alteración de la rutina durante una cantidad determinada de días y un alejamiento de lo cotidiano, de lo que nos rodea, de los lugares que solemos frecuentar, sino también de uno mismo, o del que uno mismo es mientras se mueve en esos terrenos conocidos. Y en el modo urbano o semi urbano eso a veces no se da: no irse a ningún lado durante las vacaciones es como un fin de semana en loop delimitado que indefectiblemente acabará en un lunes. Pero acá estamos, la chica de ojos pardos y yo, dispuestos a intentarlo. Y entonces me instalo algunos días en su casa, con la anuencia - o el diplomático fastidio- de los hijos de ella, que habrán de soportar la invasión ya no esporádica o abreviada, sino constante durante un breve período que acaso les parezca interminable.
Al principio, hay que decirlo, no parece que nos esté yendo del todo bien en el plan desenchufe, como si el interruptor que activa y desactiva ciertas cosas se tomara su tiempo en hacer girar los engranajes necesarios. Lunes, martes y miércoles tengo que volver a Rosario por algunos trámites impostergables: me paso horas en el calor abominable del microcentro, haciendo colas impiadosas y perdiendo el tiempo en un par de bancos, yendo a Tránsito, pagando el alquiler. El miércoles al mediodía también me llaman de la oficina, aunque esté de vacaciones. Hay diferencias en la contabilidad del clearing del día y me preguntan qué hacer. Después de probar algunas posibles soluciones accedo a que me escaneen los listados y me los pasen por mail para revisarlos, a ver si encuentro la diferencia. Pero entonces se desata una tormenta que nos deja sin luz durante más de cinco horas, y para cuando vuelve la electricidad el día hábil bancario terminó hace rato. Recién entonces me decido a ignorar los correos, y los que me siguen entrando al celular en los días siguientes, con otros temas distintos que tampoco tengo ganas de ver ahora. Para eso son las vacaciones, me digo: para desechar los asuntos laborales con cierta impunidad. Por un momento, incluso, me planteo la posibilidad de pasar de la contratapa que me toca: desentenderme de todas las obligaciones - incluso las que disfruto- y dedicarle este tiempo libre a esa novela siempre relegada que avanza a tropezones y a la que me había prometido entregarme durante las vacaciones.
La chica de ojos pardos está más o menos igual. Aunque liberó su agenda de turnos para la primera quincena de enero con intenciones de descansar, se pasa los primeros días atrapada en las rutinas y obligaciones de su casa: tiene que lavar, planchar, limpiar, atender ciertas demandas de sus hijos. Me asombra, sobre todo, la energía y la tenacidad con que emprende la limpieza: no le basta con barrer, ordenar y pasar el trapo, también desmonta las ventanas para limpiar vidrios y marcos, levanta los sillones y les pasa el plumero por abajo, corre los muebles que están contra la pared para limpiarles la parte que no se ve (ahora los levanto y los corro yo, pero me pregunto cómo hace cuando no estoy aunque conozco la respuesta: se las arregla igual, como hizo siempre). Para colmo el filtro de la pileta no anda, así que también tenemos que vaciarla, limpiar, llamar a alguien para que lo solucione, volver a llenar la pileta. Sólo a la noche parece que nos relajamos, cuando después de comer nos sentamos en la galería envueltos en la brisa fresca, con una botella de malbec y nuestros cigarrillos, y hablamos sin apuros ni estrategias hasta la madrugada.
Por supuesto que el modo vacaciones urbanas on, de a ratos, amaga con arrancar. Encontramos el hueco para una siesta; salimos a tomar café cuando baja el sol; aprovechamos la pileta helada pero impecable. Yo le reviso la biblioteca y me leo una novela de Martín Kohan de un tirón, y después una de Murakami que ella subrayó sólo hasta la mitad aunque no sabe por qué. En esos huecos, a veces, habla de parar un poco. Quiere salir a caminar, leer, relajarse, disponer de tiempos para las cosas que le hacen bien. Teme que la vea como alguien que no cree ser; yo creo que no quiere que le vea las costuras de su neurosis. Y que le aterra espantarme, dice, o espantarnos, con esta suerte de ensayo indeliberado de rutina matrimonial: como si los que hoy somos no fuéramos consecuencia, víctimas y victimarios, de otras convivencias previas, sobrevivientes del desgaste - o las miserias o las traiciones o los fracasos- del amor.
De alguna forma lo vamos logrando. A veces cocino yo: hago empanadas, o algo a la parrilla, y mientras tanto ponemos música y bailamos una pieza fugaz. Anoche hicimos mojitos. Ahora lee junto a la pileta, sus largas piernas estiradas sobre una toalla desplegada en el césped, mientras el sol le dora la piel. Por un momento pienso que lee algún libro de psicoanálisis o algo por el estilo: a lo mejor a Castoriadis otra vez, a Piera Aulagnier, a Melanie Klein, o esos nombres de los que me habla como si yo pudiera entender. Pero miro bien y veo que lee una novela de Sándor Márai.
Me parece que voy a llevarle unos mates y a dejar de intentar este texto que nunca cierra. Al fin y al cabo, estamos de vacaciones. De a poco, quizás, arranque el modo on, y todo lo demás pueda esperar.
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