Lunes, 7 de agosto de 2006 | Hoy
Por Sonia Catela
Arrastro un balde maloliente que vaciaré en el mar. Un hombre de la tripulación se interpone en el pasillo, bloqueándome el paso. Al apresarme, la inmundicia del balde rebasa, nos ensucia.
Su boca escupe sonidos; si los superpusiera a los sonidos con que hablo no coincidiría uno.
Pero con espasmos de jolgorio el hombre acerca a mi mentón lo que saca de su morral: un suculento pedazo de carne cocida. De marrano. Me embadurna livianamente la boca con él. Me frota con el sabor, desconocido. Es un convite. Para animarme, le da un tarascón y hace oscilar la tira asada ante mi hambre. Espero frente al tripulante que tapa el corredor y no decide qué hará con mi vacilación; balancea esta presa llamando a mis fosas nasales, la apoya sobre mis labios; la refriega. Que me sirva, que mastique, gesticula amable.
Yo no puedo comer esa carne. Mi gente no ingiere esa carne. No debo masticar el animal inmundo.
Él lleva uniforme azul con ribetes. Nos han avisado que debemos obedecer a quienes visten uniformes e insignias.
Con vocablos incomprensibles, tiernos, me habla.
No entiendo, digo.
El hombre tampoco entiende que digo que no entiendo.
Mordisqueo el bocado; en el pasillo no hay nadie que me vea y me detenga. Desgarro tejidos, trago.
De lo que acabo de hacer, del fondo del estómago, me suben náuseas. Pero no vomitaré.
Saboreo lo que acabo de hacer.
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Agujas de hielo cruzan mi pelo; en la única muda de ropa con que viajo, se escarchan, malolientes, las salpicaduras del balde.
Felipe me ayuda a desnudarme. Me cubre con un mantel y me masajea. Hay poca luz.
Reprocha: sabías que no se puede salir por ese pasillo ni por ningún otro. Sabías. Nos lo prohibieron.
En este crepúsculo de la bodega cosas así se olvidan, si es que alguna vez se aprendieron.
Amamanto con mi leche helada a Josefina.
Ya van unos catorce días de viaje. Faltan otros tantos.
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Nosotros oímos las bombas antes de que empezaran a caer. Solamente Tomás no escuchó cómo se desmoronaban -mañana, el mes que viene- sobre casas, puentes, molinos y caminos, sobre almas y carnes. Los que oímos las bombas antes de que empezaran a caer armamos el equipaje: alguna comida, la mayor cantidad de recuerdos y nuestros hijos. Me ocupé de no omitir un frasquito con tierra ribereña y una libreta de anotaciones. Tonterías, renegó Felipe, tonterías de mujer loca... Él embolsó una petaca de licor, y un paquete lacrado que lleva dentro del sombrero.
Felipe y yo, y los Zimmermann, Isabelita, sus padres y los otros levantamos la mano para saludar a Tomás en el muelle. En el muelle quedó un traje negro dominguero. A eso se redujo Tomás antes de que pudiera, finalmente, escuchar cómo caían las bombas y se llevaban el pueblo.
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Sobre cubierta, su mujer, Clara, y sus cinco hijos, se prendían al traje negro de Tomás con ojos fijos, lo tironeaban con el lazo de los recuerdos. Pero no lograron izarlo.
Apenas nos encerraron en la bodega, Clara y sus cinco hijos se tendieron en el jergón a fingir que dormitaban mientras se subían al vehículo y marchaban junto a Tomás hacia el pueblo, sin importarles las bombas que iban a caer y les reventaban los tímpanos.
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Clara tiene una foto por marido. Para cuidar a su marido de papel le borda un escapulario. Tomás sonríe en el centro del colgante armado sobre cartón y revestido en tela y puntadas coloridas. Clara dice: "debo hacerlo durar hasta que Tomás se nos una". Ya le bordó un par de mensajes a su hombre, sobre pequeños pañuelos. Para que se enjugue los lagrimales y el extrañarnos, aduce Clara. Por la noche Clara grita. Nunca se sabe aquí cuando es de noche. Pero si Clara grita, entonces es la noche.
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Somos 136 familias. Vaciamos el pueblo de Proscurov y colmamos la bodega del Wesser. Rumbeamos a algún sitio imposible de nombrar. No se lo puede nombrar porque ignoramos dónde vamos.
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José trae su oficio. Es fotógrafo. Tomó una instantánea de cada una de las 136 familias acodadas en la barandilla del Wesser, antes de que nos bajaran a la bodega. En la bóveda, apenas instalados, sacó bandejas y líquidos y reveló su material. Ató un tendedero para secar las cartulinas, y luego se echó a dormitar. Hubo un desfile alrededor de las cuerdas. Las fotos se apantallaron imperceptiblemente bajo la respiración de tanta gente que era mirada por ellos mismos diciéndose adiós.
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El jefe espiritual y matarife Aarón Halevi carnea los gansos que guisaremos. Pasamos por agua hirviente las aves y el Halevi canta. La marmita nos cubre de vapor y cantamos. Trozamos las viandas y hay que acallar el canto de los hijos para que coman algo.
Pero dos días después, viernes, los gansos que han de alimentarnos empiezan a agonizar. Los mata, hasta el último, esta atmósfera viciada de nostalgias.
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A Lucía y Noé se les antoja casarse. ¿Por qué no esperan el desembarco? Porque van a un lugar que no saben nombrar y el lugar será ellos si le ponen su apellido. ¿Casándose? "Déjennos hacer". Lucía despliega su vestido recién lavado y todavía húmedo. Les formamos rondas y David saca su violín de fiesta.
Estos dos no necesitaban que Aarón Halevi los bendijera para gozarse. Y sin embargo, se afanan en la observación de la ley. La ley es el el madero del que se toman para flotar, dentro de esta bodega oscura, yendo a un sitio borroso que no acaba de asentarse para terminar de ser un lugar.
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Pocos pasos nos separan del ojo de buey donde se apoya, vista baja, Lidia Unicov. Es la profesión de Lidia Unicov la que la aparta del resto. Puta del pueblo. Sin embargo, el coro de las mujeres autorizó que se nos uniera cuando ella lo consultó con el jefe y matarife Halevi Goldman. Sin hesitar. Las mujeres quieren rehacer Proscurov donde sea que caigamos. Con bibliotecas, iglesias, habladurías y odios. Ignoran si ello será posible. Pero tratan de arrastrar consigo todo lo que se pueda, por si llega a hacerles falta. Le extiendo a Lidia mi pote de colorete. Lo rechaza con un gesto de comprensión. No hay hembra más pudorosa, modesta y recatada que Lidia Unicov desde que subió a la cubierta del Wesser. No entiende por qué las mujeres refunfuñan despechadas: "qué se hace ésa", no comprende que traiciona sus planes.
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El barco fondea en un puerto de mar castaño.
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Navegamos el Paraná. Un río, aquí, en Sudamérica.
En un recodo en que el río se vuelve lento y el vapor entra en una suerte de pasmo, nos aborda una canoa; lleva redes, anzuelos y tridentes. Se necesitan dos hombres para subir al ser inmenso, de la altura de una persona. ¿Un pescado? Y alzan otro. Y uno más. Cercamos las presas, con arrobamiento. Ante la lente de José, uno de los hombres, comparando alturas, indica "surubí", "surubí", palabra que anoto sin saber si designa la especie o al pez. Raros animales éstos, sin escamas. Felipe los tantea: al menos, 50 kilos.
"Sirenas" exclama Ana, "son sirenas". Las toco y las dibujo, sirenas fluviales.
Un par de peones las despellejan, las cortan en tajadas; otro las tira a una sartén con aceite.- ¿Nos vamos a comer las sirenas?- me acucia Ana, delante de mí, en la fila de los que reciben su ración.
Es lo único que hay para comer. Las devoramos.
Luego probamos cantar; pero nuestras voces no atraen a marineros ni fascinan. Desafinan en diferentes escalas, como siempre.
Somos 136 familias. Vaciamos el pueblo de Proscurov y colmamos la bodega del Wesser. Rumbeamos a algún sitio imposible de nombrar. No se lo puede nombrar porque ignoramos dónde vamos.
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Nosotros somos el lugar.
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*(Fragmentos de la novela "El barco" en curso de escritura; el primer contingente de israelitas rusos llegó a Santa Fe en 1889, y después de penurias inconcebibles dio origen a la ciudad de Moisés Ville)
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