Viernes, 6 de febrero de 2015 | Hoy
Por Jorge Isaías
No siempre los pájaros que buscaban refugio al atardecer, como para buscar el sueño tenían lugares fijos. En nuestra despreocupada atención los estudiábamos con minuciosidad. Era difícil que se nos escapara un hábito, una costumbre, una modalidad que difería de otros, que ostentaban tal vez algunos plumajes más vistosos, que aquellos que eran de nuestra preferencia. Como los humildes y laboriosos horneros que tan bien pintó Leopoldo Lugones en páginas que tal vez hoy son el olvido, porque sería bueno que los niños volvieran a esas páginas, a esas observaciones del poeta simple que, como todo grande, también fue. Estos poemas sobre pájaros están en su Libro de los paisajes, que salió en 1917, donde con exquisito encanto y no poca gracia hace un largo inventario de los pájaros que acompañaron nuestra niñez, y mis preferidos son: El Chingolo y obviamente, El hornero.
Ignoro cuántos quedarán hoy volando los libres, porque ya en el siglo XIX, W.H. Hudson se lamentaba cómo se iban perdiendo las especies, y cómo él se jactaba de ser uno de los últimos que podía admirar esa "última belleza que reinaba sobre la tierra". Tal vez por eso los estudió con obsesividad amorosa que hoy le agradecemos. Un gran poeta nuestro que nos acaba de dejar, Arnaldo Calveyra, lo homenajeó en 2012, en su libro Allá en lo verde Hudson.
El que sabe mucho de pájaros es mi amigo, entrerriano de Federación, que mora en Santa Fe, quien graba sus cantos y sigue con la mirada celeste de sus ojos tranquilos el vuelo nervioso o calmo con que suelen cortar esa pátina "que no es cielo ni es azul" como escribió una vez uno de los hermanos Argensola, allá lejos y hace tiempo, diré parafraseando a Hudson.
Yo no sé nada de pájaros, sólo que me gusta cómo hacen sus nidos, y cómo vuelan libres, mientras nosotros estamos encadenados", escribió José Pedroni para siempre.
En el devenir de mi vida tuve diversas relaciones con los pájaros que formaban nuestro entorno, muy natural junto a lo sembrados, las pocas calles polvorientas y los perros vagabundos que las recorrían en toda su extensión. Primeramente sólo queríamos matarlos con nuestras hondas asesinas, cosa que yo logré bastante tarde, porque era muy torpe y tomaba mal la horqueta que cortábamos de los gajos de los paraísos. Hasta que Toto Míguez me instruyó un día, y ya mis tiros no salieron tan desviados. En la adolescencia tuve una pasión corta por cazarlos y meterlos dentro de un jaulón que me habían regalado, y que estaba bajo la sombra de un ceibo que ya no existe en mi casa paterna. Las pasiones en esa edad temprana mutan rápido y un día me sentí bueno y los liberé a todos. Y arrojé ese jaulón al gallinero donde las lluvias, el sol y el tiempo lo destruyeron no sin dejar en mi memoria el color rojo con que lo habían pintado.
La matanza de pájaros de mi primera infancia y la prisión posterior son dos de las culpas de las cuales intento liberarme. Lo diré para autoexculparme: era corta mi edad e imitaba a los más grandes para ser aceptado.
Hoy, cuando la oportunidad es propicia disfruto de ellos, de sus vuelos, de sus nidos sobre lo árboles que por suerte hay en la ciudad. A veces voy a verlos cruzar el río, cómo van a refugiarse en las islas, como lo hacían en los numerosos cañadones que rodeaban mi pueblo de entonces.
Lo cierto es que cuando vuelvo a mis pagos - lo digo con culpa- ya casi no los reconozco, salvo los más obvios, es decir las insoportables calandrias, los industriosos horneritos, las corbatitas, las pirinchas bochincheras y algunos más. Si traigo a colación a los pájaros aquí, es porque son de mi experiencia los que habitan mi provincia y ayer justamente buscando en internet se aparecen tres nombres que tenía olvidados. La viudita, blanca con sus alas y su cola negras, el carpecho - negro con su trazo rojo como una gran herida sobre el pecho- y la tijereta con esa larga cola abierta en dos que cruzó impoluta todos los cielos de mi infancia. Con ese vuelo rápido, como cortando en dos el aire, desapareciendo alto, muy alto hasta ser un puntito que es más ilusión que realidad o recuerdo. Y ya que estamos con el recuerdo, una tarde que volvíamos de casa con mi padre en uno de esos crepúsculos únicos que tiene mi pueblo, cayó no sé de donde un bracita de fuego sobre un inmenso mar de trigo que lo tragó como si nada.
Casi, casi como una ilusión óptica que hoy me permite haber escrito sobre los pájaros de mi infancia.
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