Domingo, 15 de febrero de 2015 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Qué difícil es hoy abandonar la sensación de que todo es un complot. Seguramente es un derivado de tantas películas de espías y misterios sin resolver, desde la hechura de las pirámides a la muerte de Nisman, la suerte de la Atlántida al destino de Yabrán, las manos de Perón a la ausencia de volantes creativos en el fútbol gaucho.
Contrariamente a lo que uno podría pensar, este estado, en lugar de traer pesares, trae calma, que surge de aceptar que el mundo siempre es manipulado por otro (desde la oscuridad). Por eso, porque otro decide, primero dejamos de tratar de entender, y luego de actuar. Es una especie de mantra que te dictan: "mirá la realidad como si fuera una película. Porque de la vida, igual que de la película, nunca vas a poder cambiar nada. Y menos el final".
En Matrix, un personaje traiciona a sus amigos y pide como premio que le borren la conciencia, que lo dejen volver a ser un gil. Debe ser sensacional ser un gil a tiempo completo, no enterarse cómo funcionan las cosas, creer que el mundo es lo que pasa frente a tu casa. Al personaje de Matrix lo anticipó mi amigo Roger hace tiempo; me dijo: "Fui cinco años al psicólogo para que me hiciera ver algunas cosas, ahora voy a ir otros cinco para volver a esconderlas". Si la ciencia o la psicología pudieran lograr eso, el mundo sería perfecto. De un lado los que mandan y del otro los que ignoran.
El complot existe, claro. Es parte de la vida misma. Es el truco del mago que te hace mirar su galera mientras saca una moneda del culo del conejo. ¿Viajó el hombre a la luna o era un montaje? ¿Qué era más fácil: ir o hacerle creer al mundo que habían ido? Aunque a veces el complot es sencillamente la política en el límite de sus posibilidades, cuando ya se confunde con lo antiético, incluso con lo ilegal.
Pero los complotes fracasan. O sus víctimas aprenden a no dejarse llevar como ciego a mear. Y aprenden también a complotar. Sino, no existirían los cambios, las revoluciones, y los negros todavía viajarían en la parte trasera de los buses y las mujeres no votarían. Usted dirá: sí, pero a los negros los liberaron para sumarlos al mercado del algodón; sí, quizá fue un complot que anuló otro. O sencillamente se impuso la realidad: tantos negros que querían usar remeras Lacoste no podían estar equivocados.
De la sensación de complot eterno hay sectores que sacan ventaja que siempre terminan siendo económicas. Tarde o temprano nos van a vender drones que vigilen nuestras casas, teléfonos que no puedan intervenir los promocionados espías argentinos (que deben ser una manga de gordos que se olvidan los documentos en la escena del crimen; si no cómo se explica que los argentinos seamos unos desastres y ellos James Bond al cubo). Hace un par de décadas, esos teléfonos los tenían sólo los narcomafiosos; pero el capitalismo es tan generoso que ya llegará la oferta de la mano de su supermercado amigo. Y en doce cuotas.
Cabe también pensar (aunque sea pensar), que las cosas son como nos dijeron que eran. Que a Kennedy lo mató Oswald, que los aviones contra las torres eran piloteados por los primos de Bin Laden, que Yabrán se voló la cabeza porque le parecía mejor morir que vivir. A veces la gente toma como oficial la teoría del complot. Y descarta la oficial. En el caso de las torres gemelas debe haber más gente que cree que el atentado lo planificaron norteamericanos que el club de los chicos con turbante.
Pero veamos los trapitos al sol que salieron a la luz con los WikiLeaks argentinos. Uno podría suponer que la embajada de EEUU mandaba informes superreservados, encriptados personalmente por Stephen Hawking, y que primero eran enviados a la luna donde rebotaban en un espejo que dejó Neil Armstrong, para caer en el mar y ser rescatados por marines cruza con delfines. Y al fin se supo que eran recortes de revistas, desgrabaciones de charlas con los alcahuetes que iban a postrarse ante el embajador (entre ellos Nisman), y chismes sobre el mundillo político. De complotes ni hablar, a menos que las volteretas de Redrado para andar con dos modelos a la vez se pueda llamar complot.
En lo que hace a nuestro país hoy, una buena cantidad de gente compró la teoría del complot sobre la muerte de Nisman y no habrá Dios que lo haga cambiar de parecer. (Yo compré la teoría del complot sobre su denuncia, y tampoco pienso cambiar de opinión). Ya no importa lo que diga la justicia ni la gente seria. La respuesta a la teoría del complot permanente se paga con retracción social, volver a la realidad intrafamiliar con el televisor como amigo, dejar de participar de actividades colectivas y sociales, porque en tanto el mundo es un complot permanente, nada se puede hacer. Es hacer la del personaje de Matrix.
El tema del complot sirve además para no hablar de política. Que es lo único que puede hacer la gente común para defenderse: militar (perdón por la guarangada). Además, si se habla de política, la noticia se pasa en aburridos programas nocturnos. En cambio si se habla de complotes, la noticia se repite en programas de chismes, en la mesa de Mirtha, y todos opinan con el mismo grado de severidad, desde un doctor en relaciones internacionales hasta el diarero de la esquina del muerto.
La teoría del complot en la muerte de Nisman tiene aristas muy peligrosas. Una es la de hacernos sentir que detrás de todos nosotros actúa un submundo de gente capaz de entrar a tu casa por la canilla del baño, matarte, simular que te mataste, e irse sin que su imagen se haya reflejado en el espejo. Es lo que Bonasso llamo en televisión "criptoestado" y Morales Solá "un estado dentro del estado" (madre mía, qué imaginación). Este poder sobrenatural es un escalón más de la estrategia de meter miedo. Si no te mata un ladrón en la puerta de tu casa, te matan dentro de tu casa. Ya no hay adónde ir. (Ya llegarán los countries anti espías, con baños sin canillas).
La otra arista es la glorificación al voleo. Que en el caso de Nisman es doblemente peligrosa, primero porque en vida era un hombre que tenía más para aclarar que para pedir explicaciones: investigaba la mayor causa criminal del país que apenas se movió mientras fue fiscal y para tomar decisiones pedía permiso a la embajada de los EEUU. Y segundo, ¿qué pasa si al fin se dictaminara que Nisman es un suicida? Si la historia argentina está marcada por la tragedia porque su relato fundacional, "El Matadero", es el de una violación, ¿qué significa este relato contemporáneo que trata de héroe a un suicida? ¿Cómo medir el alcance de semejante odio por la vida?
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