Lunes, 2 de marzo de 2015 | Hoy
Por Regina Candel
Cada comienzo de año significa una reflexión, un planteo de lo que fue y de lo que será. Nos angustiamos por no haber logrado cosas y al mismo tiempo hacemos una lista mental de los objetivos para el año que comienza, en la cual incluimos todo aquello que nos quedó en el tintero. Un año son 8760 horas. No son tantas considerando que 2920 son para dormir. Restan 5840. Otras 2920 se van en trabajar. Restan las últimas 2920 horas para vivir, lo que significa 8 horas diarias dedicadas a las necesidades básicas y responsabilidades como comer, limpiar, pasear a la mascota, ir al baño, chequear mail o facebook. Restan 3 horas por día para disfrutar. Eso si uno no tiene hijos o padres al cuidado. Si es así la cuenta sólo da una hora diaria de placer.
"El tiempo es relativo", se escucha decir por ahí. En un viaje, la vida pasa rápido pero a su vez la sensación es de haber vivido más. Pasan tres días y parece que hace un año estamos fuera de casa. Quizás sea porque las horas de disfrute crecen. Comer ya no es una necesidad básica, sino el descubrir nuevas costumbres y sabores; ir al baño se transforma en aventura y anécdota, hasta dormir tiene un disfrute pleno sabiendo que la mañana siguiente comienza siempre con un espíritu curioso.
Esa vez me levanté cansada. Los rezos por altavoz de las cuatro de la mañana y los movimientos de los habitantes de la casa para arrodillarse ante la Meca me habían despabilado. Tenía hambre. Sin ni siquiera lavarme la cara en el fuentón de agua del espacio de la casa que los dueños llamaban baño, me acerqué a la cocina. Ella estaba de cuclillas con un pañuelo bordó en la cabeza cocinando Harsha. Me miró y me mostró los dientes que quedaban sanos en su boca. Su nombre era Jedaide. Tenía 32 años, sólo 5 más que yo, pero el tiempo le había hecho un mal chiste. Parecía tener 52. El tiempo es relativo. Sus arrugas, su mirada agotada, sus manos ajadas, su postura de abuela eran su herencia. Eramos de la misma generación en edad, pero su día no le dejaba ni siquiera una hora de disfrute. Su esposo había sido en algún momento su cuñado. Su hermana murió, por lo que ella estuvo obligada a llenar ese espacio vacío casándose con su cuñado. Crió a sus sobrinos como hijos y tuvo unos cuantos más. Todos a su cuidado. Ocho hermanos/primos. Dos bebés, un niño, una nena de 13 años, un muchacho de 20 años con una discapacidad por lo que parecía de 10, con dos operaciones e imposibilitado a comer otra cosa que no sea papilla y líquido, una chica de 23 años casada con un muchacho cuya profesión era vender hachis, un hijo grande que manejaba un taxi y otro que se hacía el estudiante universitario. Sin olvidar a su cuñado/esposo, jubilado que no hacía más que recostarse en un sillón, mirar TV y comer lo que ella cocinaba. "Disfrutar", no debía ni siquiera estar en su diccionario.
Las señas son un buen modo de comunicación. Esa mañana Jedaide me mostraba orgullosa su cocina, del mismo modo que yo muestro el escritorio que armé en mi casa. Era su espacio de creación y de producción de todos los sabores exquisitos que me obsequió durante mis días con la familia. Juntas llevamos el desayuno al comedor. La familia entera esperaba sentada sobre las alfombras o en los sillones cama alrededor de una mesa redonda y chica. Compartir es una linda palabra que sí está muy presente en el hogar. Todos comíamos de un mismo plato gigante colocado en el medio de la mesa. Nadie se peleaba. Se reían. Eran pocos los espacios individuales de la casa. Se dormía donde no hubiera nadie recostado. A veces hasta rezando tenían a un niño saltándole en la espalda para jugar, como hacía yo con mi papá a mis 6 años y él se agachaba a buscar un juguete mío que había perdido debajo del sillón. El tiempo pasa pero en reflejo me veo allí. Las diferencias desaparecen.
Hanna era la niña de 13 años, la más curiosa de la casa y la única que visualizaba que el mundo podía expandirse más allá de las paredes. Hablaba francés, por lo que hacíamos trueque de clases: francés a cambio de inglés. Era excelente enseñando, relacionaba características de los dos idiomas y usaba mucho la imaginación. Una tarde ella y su hermana de 23 años me enseñaron cómo usar el pañuelo en la cabeza, hicimos fotos, nos reímos como si fuéramos amigas de toda la vida. Sacaban mis cremas de la mochila. Las probaban. Las olían. Las anhelaban. Antes de despedirme de la familia les regalé a las mujeres de la casa una Nivea a cada una. Yo estaba viajando con muy poco, pero era mucho más de lo que ellas podían animarse a desear. Me pregunto cómo pasará el tiempo para estas mujeres, cómo podré dividir su año en horas. Me pregunto si me recordarán como yo a ellas. Aroma a menta azucarado, a aceite de soja, a un poco de encierro y ahogo.
Hace unos días encontré mi guardapolvo de primaria. Me lo acerqué a la nariz y de pronto me vi en el patio de la escuela rodeada de cientos de niños vestidos de blanco. Tan lejos y de pronto tan cerca. Me pregunto si Jedaide me volverá a tener a su lado cocinando cada vez que con cara de placer se ponga una gota de crema en la cara y le roce los orificios de la nariz. Espero con eso haberle regalado al menos un minuto de disfrute por día.
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