Sábado, 4 de abril de 2015 | Hoy
Por Javier Núñez
"No he querido saber, pero he sabido", podría haberme dicho N., como el narrador de Corazón tan blanco de Javier Marías. Porque no quiso pero supo, aunque hubiera preferido no saber "eso sí me lo dijo aunque no con las mismas palabras", que a su padre alguna vez también se le dio por escribir, y que esos papeles a los que ya nunca nadie podrá asomarse se perdieron en el fuego del miedo, en una noche oscura de esa otra larga oscuridad que fue el período de la dictadura.
Esto me lo contó por Facebook y sin conocerme, hará cosa de un año, después de leer un artículo mío que se había publicado en la sección Mundos íntimos de Clarín. La sección, si no la conocen, se basa en la idea de que el narrador de la historia es también su protagonista, rompiendo así la figura del periodista como observador externo. Yo había elegido un tema con no pocas espinas: El conflicto entre la obligación y la vocación una vez que la maquinaria perversa de la sociedad moderna te tiene bien agarrado de las pelotas. Era un largo artículo sobre el dilema absurdo de sentir que, aunque debiera estar a gusto con mi trabajo en una empresa de servicios financieros "que me permite comprar más para trabajar más para comprar más para trabajar más", me ahoga hasta la angustia porque el deseo irrenunciable, lo que me define, va por otro lado. Y que en realidad lo que quisiera es trabajar menos horas para darle espacio a la escritura, pero las necesidades económicas o la comodidad del sueldo fijo se terminan imponiendo sin remedio.
Siempre me gustó escribir desde las tripas y sin pudores, abordando muchas veces cuestiones personales que, de otra forma, mantengo en sobria reserva. También fue así en esa ocasión: hundir el cuchillo y escarbar.
Los días que le habían seguido a la publicación de la nota fueron bastante locos. Mi bandeja de entrada de Facebook, de golpe, empezó a llenarse de mensajes de desconocidos de todo el país: estaban los que cuestionaban mi insatisfacción, los que aplaudían el coraje de hablar de mi cobardía "vaya contradicción", los que me asesoraban para el éxito y los que pedían consejo para resolver las angustias de sus existencias después de haber leído casi cuatro mil caracteres sobre la imposibilidad de resolver las mías. Y entre todos esos mensajes, que con azoramiento trataba de contestar, uno que me resultó particularmente conmovedor y lleno de esas mínimas coincidencias que tanto me seducen.
Había terminado de leer la nota, empezaba diciendo N., cuando sin ningún motivo en particular se encontró buscándome en las redes para contarme algo que probablemente no me fuera a interesar. Su padre también escribía. Lo supo (aunque hubiera preferido no saberlo) porque alguna vez la madre le reveló que durante los años de la dictadura se había visto obligada a quemar todas sus cosas cuando alguien les avisó que iban tras ellos. Entre las cosas que se perdieron para siempre en ese fuego estaban los escritos del padre. Reconoce, a salvo del romanticismo inevitable que a veces rodea a todas las cosas que se pierden, que acaso esos papeles no tuvieran otro valor que el afectivo. No lo sabe y nunca lo sabrá. Pero porque el mundo tiene cosas que no comprendemos, del padre heredó la fascinación por la literatura y la sensación de que siempre hay un refugio en la palabra escrita.
N. no me reveló otros detalles del padre. Nunca me dijo qué hacía ni cuándo ni cómo había muerto; yo no me atreví a indagar. Sí me dijo, en cambio, que desde hacía unos años, cuando había empezado a acercarse a la edad última que tuvo él y supo lo que era trabajar, y mojarse los pies cuando llovía (y recordó sus zapatos), había empezado a creer que a ese hombre lo había matado la pena de lo que no podía o el amor. No especificó por qué, ni cómo abrazó esa duda; pero N. estaba convencida de que la memoria que guardaba de su padre estaba incompleta, fragmentada, como si una parte fundamental de ese hombre se hubiera mantenido velada todo el tiempo. Había un mundo evidente, revelado, de ese hombre; y un mundo vedado que a los demás les era dable solamente imaginar. Pero ahora sospechaba cuál era ese mundo, sospechaba o intuía al padre desconocido que nadie le había podido mostrar. La ventana única que podrían haber sido sus escritos "esos que ardieran tanto tiempo atrás, y que ahora volvían a arder en su memoria al negarle la posibilidad de acceder a ese mundo intuido", dijo, se había perdido para siempre. Pero estaba esa sospecha. El recuerdo le había llegado leyendo esa nota. Y sin saber muy bien por qué, quería agradecerme.
Es curioso cómo opera a veces la realidad. Yo había escrito una novela sobre la búsqueda que hace el hijo de un escritor que había quemado todos sus papeles personales antes de que el río lo tragara para siempre, y el intento acaso vano de reconstruir su memoria a través de las huellas de sus obras. Una novela con un epígrafe que planteaba la pregunta de si es posible entendernos como contemporáneos de nuestros padres: algo así como lo que le pasaba ahora a N., que se acercaba a la edad que había tenido su padre y se pensaba espejada en él o lo pensaba espejado en la que ella estaba aprendiendo a ser. Una novela que alguien le recomendó al editor de una sección de un diario, que a su vez me invitó a escribir un artículo sobre otra cosa, que fue leído por una chica que sin saberlo tiene algunas pequeñas coincidencias con el personaje que yo había tratado de inventar. Una chica que, además, usaba como nombre de Facebook la deformación de un título de un libro de Juan L. Ortiz "En el aura del sauce" que no sólo era mencionado en la novela, sino que tenía una gran incidencia en la trama. Varias mínimas casualidades que ella, que no había leído la novela, era incapaz de imaginar. Y sin embargo, por un instante, se había establecido esa curiosa sensación de intimidad que a veces se genera entre un lector y un texto, que la empujó a contarme esa historia atragantada.
Pero aunque soy tan afecto a esas mínimas casualidades, esa vez no me detuve a pensar en el azar. Me detuve a pensar, en cambio, cómo la nota que no hablaba del argumento de la novela sino de mi propia vida, había tocado una fibra que yo sentía que debía haber tocado el argumento ficcional. Me detuve a pensar en qué curioso resulta, a veces, cómo en forma indirecta se revelan ciertos andamiajes detrás de la invención. Me detuve a pensar cuánto temor de padre, o de amante, o de hijo, se esconderá en esa ficción, o en las demás, o en cada uno de mis textos.
Quién sabe.
Quién sabe si a veces no me escribo sólo para combatir esa ajenidad inevitable que siempre esconde una parte de nosotros a los demás. Si a veces no me escribo con la ilusión de que mis hijos, o mis amores, o mis afectos, puedan leerme entre líneas algún día y sospechar al otro que fui y nunca supe revelar.
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