Miércoles, 13 de mayo de 2015 | Hoy
Por Manuel Quaranta
I
Se acerca, lentamente, el colectivo que en veintiséis horas me va a estar dejando en Venecia, aunque el letrero electrónico que observo de frente no informa la ciudad de mi destino sino el comienzo y el final del trayecto: Amsterdam Liubliana. El itinerario, a priori, se presenta agotador; desde donde yo subo, Roterdam, las ciudades a transitar son: Bruselas, Amberes, Lieja, Metz, Nancy, Estrasburgo, Milán, Brescia, Padua, Mestre y por fin, según dicen, la ciudad más hermosa del mundo.
El coche viene relativamente completo (si bien habrá modificaciones durante el trayecto) y la composición étnica, social, religiosa y económica de los pasajeros se mantiene constante (utilicé este medio para unir Roterdam con Gante): 90% entre africanos, moros, musulmanes, árabes, pobres y 10% europeo (un tipo europeo irreconocible según los estándares de la fantasía latinoamericana).
El viaje transcurre de modo apacible hasta Bruselas, la capital de Europa, allí el intercambio de pasajeros aumenta (aunque los porcentajes permanecen idénticos), sobre todo cuando sube (ayudada por algún familiar o amigo) una mujer musulmana con tres o cuatro niños muy pequeños, uno de los cuales, la niña, comienza a llorar desde el mismo instante en que el colectivo arranca, como si un espíritu invisible (por lo menos para mí) estuviera, de algún modo, martirizándola. El coche, entonces, se transforma en un nuevo hogar: retos, gritos, llantos, música, comida. Y esta escena me satisface porque tiende a confirmar mis cavilaciones (acá está claro que existe una división tajante, de eso te tenés que convencer, civilizados y bárbaros, aunque lógico, la estructura que aún hoy sostiene el continente impide que el europeo medio, es decir, civilizado, se enfrente con esta otra parte, la "resaca", que viaja en colectivo).
Me sentía (a pesar del llanto, los gritos, etc.) muy cómodo, un etnógrafo, observador neutral y objetivo, pensando en las múltiples realidades europeas hasta que un gesto me descolocó: una mujer cuya nacionalidad fue imposible determinar (parecía que hablaba varios idiomas, parecía árabe, europea y latinoamericana al mismo tiempo), ante el incontenible llanto de la niña se levantó, caminó los pasos exactos que la separaban de la madre y le pidió, sin palabras, el objeto de todas las miradas y el sujeto productor del llanto: la niña. Por un segundo me sentí incómodo, ya que desde mi punto de vista el pedido de la desconocida podría haber caído mal. Todo lo contrario: con una primitiva ternura, la mujer colocó entre sus brazos a la niña y los llantos, mágicamente, desaparecieron; escena memorable que me hizo experimentar por segunda vez en el viejo continente la extraña sensación de comunidad (la defino, sin ningún rigor: un intersticio en el que la lógica mercantil pierde potencia frente a la generosidad; un punto en el que las cadenas ordinarias de la individualidad se disuelven): justamente allí, donde comulgan los marginales, los fracasados, los trashumantes, los exiliados permanentes, la sensación de unión, volvió a brotar: un hilo de humanidad tan frágil y miserable que incluso una tijera de utilería sería capaz de cortar.
Y la tijera apareció.
Veinte minutos después de la parada establecida en Estrasburgo, 23.40, 23.45, y sin advertir nada inhabitual, el colectivo dio media vuelta e ingresó en una especie de terreno abandonado en el que cuatro móviles policiales nos esperaban: "Señores, buenas noches, van a tener que bajar con su equipaje de mano y buscar en la bodega todo lo que tengan". Uno a uno, así, comenzamos a descender y a acomodarnos enfrente del coche, con nuestras valijas y mochilas abiertas: de la oscuridad brotó un policía acompañado por su perro negro que, ni lerdo ni perezoso, empezó a olfatear las pertenencias. En realidad (mientras se desarrollaba un ejercicio despiadado de violencia), eran muy cómicos los movimientos que hacía el agente para alentar la pesquisa del perro (un observador ajeno a la situación hubiera pensado que el policía y el perro estaban jugando). Luego del olfateo, ambos subieron al colectivo en busca de algún tipo de droga y otros tres agentes que aguardaban la oportunidad aparecieron con linternas y apuntaron al rostro de muchos de nosotros, aunque llamativamente siempre se decidían a interrogar negros bien negros y árabes bien árabes: "Pasaporte, ¿a dónde viaja?, ¿de dónde viene?, ¿lleva diez mil euros?, ¿cuánto tiempo se ve a quedar?". A media docena le revisaron de tal manera el equipaje que lograron desarmar eso que "con tanto trabajo debe haber armado", dijo alguien en voz baja; computadora, cacerolas, ropa, secador de pelo. Después de varios intentos infructuosos, uno de los sospechosos, en un arresto de valor que yo no hubiera tenido (a mí simplemente me miraron la cara y pasaron de largo: blanco, ojos claros, etc.), solicitó a los agentes que por favor le guardaran las cosas, ante el pedido, uno de los representantes legales de la violencia respondió (muy cortésmente) que la ley francesa los habilitaba para abrir bolsos, revisarlos, pero no los obligaba a acomodar nada y siguieron su camino mientras dos que no eran negros (en sentido literal, pero sí en sentido metafórico) ayudaron al temerario inmigrante a reacomodar sus pertenecías. Así las cosas durante más de una hora (incluso se lanzó un chiste que no recuerdo sobre terroristas, a causa del cual hubo una risa masiva aunque medida). Finalmente la redada terminó sin resultados positivos para ellos, pero para mí, ahora que lo pienso, una semana más tarde, el operativo policial sí resultó provechoso, primero, porque estimuló gestos de solidaridad entre esas heterogeneidades que viajaban hacia un horizonte mejor, segundo, porque puso en evidencia de un modo descarnado cómo se enfrentan las clases en Europa, y tercero, porque abrió un interrogante que ignoro cuándo responderé: ¿Qué mundo futuro nos espera?
II
56º Bienal del Venecia: Envío argentino: "La rebeldía de la forma"
"¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de ese "no"?" (Albert Camus)
Existen ciudades excepcionales, contradictorias, rebeldes, ciudades dobles, triples, invisibles, y hasta algunas otras que se visitan con "previo fervor". Una de estas, sin duda, es Venecia. Cualquier lector conoce la trama del mercader shakesperiano y su famosa libra de carne o, más contemporáneo, las célebres muertes del escritor y del músico creados por Thomas Mann y Luchino Visconti. Como si fuera poco, Venecia, ciudad imposible de imaginar sin turistas, es la sede de la Bienal de Arte más importante del mundo.
Estas fueron algunas de las razones que me indujeron a viajar veintiséis horas en colectivo para enfrentarme, por primera vez (aunque primera vez en Venecia equivalga a decir quinta o sexta; en Venecia, la primera vez no existe) a la ciudad de las góndolas y los canales.
Debo confesar que el martes 5 de mayo (primero de los cuatro días que incluía la invitación de cancillería a la Bienal), literalmente, me instalé junto a los guardias de sala Leila Maitia y Matías Gava, con quienes charlamos largo y tendido. Tuve incluso, gracias a la curadora, las puertas abiertas para entrevistar al artista, pero el pudor y cierta ignorancia obturaron el beneficio periodístico.
Me dispuse, entonces, luego de las presentaciones, a contemplar el panorama completo, y no habían pasado veinte minutos cuando lo veo ingresar a Juan Carlos Distéfano junto a su esposa, la escritora Griselda Gambaro, por el corredor del pabellón que la República Argentina tiene asegurado hasta el 2033. Juan Carlos Distéfano va de la mano con la mujer que lo acompaña desde hace sesenta años. Sin embargo, al verlos se distingue una adhesión mutua: ambos, en su precariedad, se sostienen. Desde el exilio en España en 1977 sus vidas se encuentran atravesadas por el punto común del destierro: "Uno es siempre un exiliado", comenta Distéfano, como si no existiera un lugar específico al cual regresar: la pareja de octogenarios se apoya en una soledad que los constituye.
Es imprescindible recordar que para esta edición la Bienal (glamour, mercado, negocios, millonarios) lleva por título "All the World's Futures" (Todos los mundos futuros o todos los futuros del mundo) en relación a los gravísimos problemas humanitarios actuales: inmigración "ilegal" (miles de hombres y mujeres que buscan en Europa un horizonte digno y encuentran el susurro de una muerte anónima), asesinatos masivos, persecuciones políticas, etc.
Justamente, "La rebeldía de la forma" recorre cuarenta años de producción intensa y comprometida de Distéfano: las luchas sociales, la memoria, la violencia, el exilio. Su propuesta reside en entablar un diálogo con aquellos que, desaparecidos, aún no logran formar parte del pasado, denunciando en el mismo acto diferentes grados de responsabilidad. Porque lo que brota de la experiencia de convivir cuatro días en el pabellón argentino es que la obra de Distéfano abre una tensión temporal imposible de disolver: entre el pasado, el presente y el futuro, está el "durante". Durante estos cuarenta años todo fue posible en Argentina, incluso, el asesinato sistemático de seres humanos, por eso la tragedia reside en que ese "durante" podría alcanzarnos nuevamente, como la posibilidad terrorífica vislumbrada por Hannah Arendt "de que el futuro sea igual al pasado".
Ante esta perspectiva oscura se rebela la obra de Distéfano, se planta con firmeza para oponer resistencia, para decir "no" a un mundo en el que la máquina de matar funciona sin descanso. Decir "no", además, a partir de un material como el poliéster cuya característica principal es su marcada resistencia.
"No", desde la forma.
"No", desde el contenido.
"No", desde la materialidad.
(Como si fuese posible separarlos).
"No", para alguna vez decir "sí".
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