Jueves, 14 de mayo de 2015 | Hoy
Por Jorge Isaías
Los amigos me escriben de distintos puntos del país, y casi todos me relatan que han tenido una infancia parecida a la mía.
Si lo dicen mis amigos debe ser verdad, es decir han sido dueños de amaneceres tan altos que hasta los sueños entraban enteros.
Casi siempre el recuerdo de la infancia se nos aparece sin su vaina de tristeza, ese resquemor por el mundo adulto, del que deberemos sentirnos recelosos siempre. Pero la infancia nunca debe ser idealizada, sólo puesta en ese lugar donde uno guarda incontaminado como bajo una brasa que cuida la ceniza el trote de su perro que lo acompañaba en los día de cacerías y pesca, ¿quién puede robarnos ese perro que cubre toda nuestra infancia? Que permanece invicta, en el marasmo de la inocencia que a veces se quiere disfrazar de picardía, pero no llega nunca a tanto.
Tengo un amigo que siempre dice que tuvimos suerte de ser pobres, porque nos dotó de una felicidad que sólo otorga la carencia, la que hace esplendor de casi nada, y transforma en sueño cualquier realidad que cerca o cercena. Este amigo suele decir que los sentidos estaban jugados a pleno y el olfato percibía hondamente hasta el olor más mínimo y el oído captaba y sabía las diferencias de todos los cantos de los pájaros del campo y uno con los ojos percibía el cambio de los celajes por el cielo, por esos rincones donde acomodaban las nubes sus corpachones inmensos, que iban formando figuras deformes y a veces esplendentes.
Y nosotros no éramos tal vez una presencia mayor que esa semilla de cardo voladora que se llama vilano y nosotros no sabíamos por qué bautizamos "panaderos", ni el cantito belicoso de la calandria, o la pachorra de la iguana que cruzaba lentamente el polvo hirviente de las calles solitarias de mi pueblo En ese plano de "poca cosa" al decir de la honrosa pluma de Haroldo Conti o una nadita como repite, algo que ni hace sombra en el cielo, puedo agregar, porque todo ese trasegar árboles, cañadas, rastrojos amarillos y campos de girasol con sus tortas de semillas, eran nuestro íntimo reino.
El reino en el que desde la precariedad creábamos juegos, trampas para pájaros, mediomundos para pescar mojarritas, boleadoras de alambre que se orientaban hasta la bandada de pechitos colorados, que caían sobre la orondez del trigo, o las mariposas amarillas sobre la flor blanca del alfalfar, tan fresco y oloroso que nos recibía con su canto de útero sincero.
Si mis amigos suelen decirme que cómo son tan profusos mis recuerdo y si es inagotable, yo puedo decir con Pavese que aquello que el mito hace suyo en la infancia no se borra nunca con nada.
No se puede borrar porque ya entró en el caudal sanguíneo para siempre, y es como si el mito defendiere nuestro corazón de todos los vientos malos de la tierra.
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